“El editor es, en realidad, un censor”

Tras haber editado a numerosos escritores a lo largo de cinco décadas en el oficio, Alberto Díaz acaba de publicar su primer libro, Un editor para Saer, donde reflexiona sobre la relación autor-editor.

Por Tomás Villegas*

Cinco décadas en el paciente y meticuloso oficio de la edición –ya sea trabajando para Siglo XXI, Alianza o Losada, por nombrar solo algunos sellos– le han granjeado a Alberto Díaz un reconocimiento unánime dentro del campo intelectual. Una miríada de autores de prestigio local e internacional conoció su tacto y atención: desde Borges y Antonio Di Benedetto, pasando por Tulio Halperin Donghi y Juan Gelman, hasta Andrés Rivera y Ricardo Piglia. En Un editor para Saer, editado por la Universidad del Litoral, Díaz deja constancia de la concepción de editor que representa al tiempo en que exhibe el vínculo y el trabajo con el autor de La pesquisa, con quien colaboró desde la publicación de Glosa –la obra maestra que Saer (y Díaz) publicaron en 1986–, hasta La grande, novela inconclusa por el fallecimiento del escritor, en 2005. Caras y Caretas dialogó con el editor tomando como excusa la publicación de su libro.

–Luego de una vasta vida laboral en contacto constante con la lectura, relectura, corrección de manuscritos y, claro, con la edición de libros, recién este año aparece tu primer libro como autor. ¿La edición obturaba la escritura o simplemente no era un deseo, una prioridad?

–Durante el largo recorrido de mi carrera de editor nunca sentí la tentación de volcar mi experiencia, opiniones, ideas, modo de ver mi oficio o sobre mi relación con los autores en un libro. Creo que sustituí esa necesidad publicando una cantidad considerable de artículos sobre temas puntuales relacionados con la edición, o sobre cómo la coyuntura política incidía en la circulación de los libros, o en el desarrollo de la industria editorial. Además los reportajes y entrevistas, algunos muy extensos, cumplieron la función de reemplazar la necesidad de la escritura de un texto más orgánico. Este primer libro lo escribí a pedido y accedí, ya que ahora dispongo de más tiempo libre.

–En más de una ocasión sostenés que el requisito esencial para ser un buen editor es amar los libros y ser un ávido lector. A propósito, ¿hubo alguna lectura que te haya despertado el deseo de ser, concretamente, editor?

–El deseo de ser editor no se lo debo a un solo libro, lo que despertó el deseo de ser editor fue la colección de libros juveniles Robin Hood, editada por Acme Agency. No recuerdo haber comprado un solo libro, estos libros eran un regalo de cumpleaños obligado. Sin necesidad de leer el libro lo identificaba por sus tapas duras de color amarillo y las magníficas ilustraciones de tapa e interiores. Tempranamente sospeché que detrás de esa unidad en contenido y presentación había una sola persona. Muchísimos años después, y ya inmerso en el mundo de la edición, me enteré de que ese editor era Modesto Ederra.

–Siegfried Unseld, que trabajó con el genial y conflictivo Thomas Bernhard, definió su criterio editorial con una frase devenida boutade: “Aquí no publicamos libros, sino autores”. ¿Podrías sintetizar tu propio criterio con alguna frase, sentencia, aforismo, cita?

–Me resulta difícil sintetizar en una frase, aforismo o cita que defina mi criterio editorial. Más bien quisiera destacar, además de haber aprendido los pormenores del oficio, lo que considero el más importante legado que me dejó Orfila Reynal: la coherencia entre la vida privada y profesional, así como la inquebrantable fe en que los buenos libros no solo enriquecen a los individuos, sino que también contribuyen a mejorar las sociedades y a combatir las injusticias.

–En el libro establecés una diferencia clara, de hecho, entre Thomas Bernard que, aunque problemático, mantuvo una postura humanista en términos políticos, mientras que Céline, como es sabido, tuvo un acercamiento al nazismo. Si llegara a tus manos una obra maestra, como por ejemplo Viaje al fin de la noche, ¿la publicarías a pesar de ser producto de un colaboracionista? 

–Desde la revolución que produce la invención de la imprenta, el libro tuvo que luchar y defenderse de los bibliocastas y de los distintos regímenes políticos que recurrían a la censura para impedir la circulación de aquellos textos que molestaban al poder. Por este motivo la industria editorial, en general, es defensora de la libre expresión de las ideas como garante de la libre circulación de los libros. Los ejemplos, el de Bernhard y el de Céline, los menciono juntos porque compartieron una relación conflictiva con sus respectivos editores, pero básicamente por sus distintas orientaciones políticas y el problema ético, moral y político que se presenta a los editores cuando tiene que optar por autores o autoras que contradicen sus principios.

El editor es, en realidad, un censor, la mayoría tenemos en nuestro haber más textos rechazados que los que llegamos a publicar. En este punto el editor decide según su gusto literario, sus opiniones políticas, religiosas o de cualquier otra variable. Si es fuerza de trabajo, no propietario, habrá textos que publica que le son impuestos por el dueño del capital, pero siempre el editor puede rechazar esa imposición si es muy contraria a sus principios.  En mi caso, en Alianza, publiqué varios títulos de Bernhard, lo que me hizo muy feliz y me llena de orgullo y satisfacción el haberlo publicado.

– ¿Y respecto de Céline?

–Nunca publiqué nada de Céline, ni de ningún colaboracionista del nazismo, y no lo haría bajo ningún concepto. Soy consciente de que mi respuesta a tu pregunta es incompleta. Tu pregunta, según mi concepto, más que una pregunta es un tema, lo cual amerita ser tratado más extensamente y con una mayor profundidad y seriedad.

–Retomás el libro Edición sin editores, de André Schiffrin, que reflexiona, a fines de los 90, sobre cómo la figura del editor tradicional dejó paso a los profesionales de prensa, de marketing y publicidad. ¿Ves hoy condiciones posibles para que el tipo de editor que personificás siga existiendo? 

–Tu pregunta en este apartado es muy compleja y para ser bien contestada se necesitaría, como mínimo un libro sobre el tema. La reflexión de André Schiffrin en su libro La edición sin editores describe a la perfección los efectos de la doctrina liberal del mercado sobre la difusión de la cultura, la búsqueda de grandes beneficios, la consideración del libro como una mercancía más, y que la decisión de publicar un título recaiga en los responsables financieros o comerciales ha convertido el mercado en un nuevo censor que hace más difícil y compleja la supervivencia del trabajo intelectual del editor.

El libro, como sostiene Bourdieu, es un objeto de doble faz, económica y simbólica; es a la vez mercancía y significación, siendo esta última característica la que distingue al libro, siendo el editor figura relevante en el desarrollo del valor de uso de este objeto. Ya Bertolt Brecht, refiriéndose a la función del editor, expresó: “Tiene que producir y vender la sagrada mercancía del libro, es decir, ha de conjugar el espíritu con el negocio”. La excepcional concentración y fusión de estos últimos años a nivel mundial de la industria editorial, superior a la indicada por Schiffrin, tiene derivaciones negativas en el plano de la pluralidad y diversidad editorial como todo monopolio, pero también son años de modernización del parque industrial, de la gestión administrativa y logística.

En cuanto al impacto en los editores, ahora deben incorporan conceptos de management, de control de costos, de planificación editorial y presupuestos que complementan su formación humanista y que limitan su independencia en la toma de decisiones. El libro, tal como lo conocemos, tiene más de quinientos años y sobrevivió a los cambios, las crisis, las innovaciones, las competencias. Soy optimista y creo que un invento tan perfecto va sobrevivir con condicionamientos hasta no hace mucho tiempo desconocidos. En todos los años desde su nacimiento la concentración de la industria editorial nunca fue tan grande. En términos editoriales es la mutación más importante de la cultura en Occidente, pero también ante cada amenaza la resistencia y la creatividad dieron respuestas creativas.

Juan José Saer.

– ¿Cuál fue tu primera impresión al leer el manuscrito de Glosa? 

–Cuando le contrato Glosa en 1986, recién ahí lo conozco, aunque Saer ya tenía editado el núcleo central de su narrativa, once libros, de los cuales yo había leído nueve. Glosa fue el primer original de Saer que leí. El impacto fue muy grande, y ni bien finalicé la lectura definí a esta novela como la mejor de Saer. Atribuí este elogio como desmesurado, más producto de la emoción y de la lectura apresurada que al real valor de la novela.

Le hice a Saer la devolución con mis observaciones, que fueron muy elogiosas, y de mi lectura no surgió la menor observación. En la segunda lectura más atenta de Glosa, mantuve mi deslumbramiento. Si para Saer narrar era, antes que nada, delimitar un espacio y una voz, la novela cumplía con ese requisito, pero Glosa profundizaba los registros estilísticos inaugurados en La mayor y me sorprendí con un trabajo muy sutil con los ritmos del relato oral y con la sintaxis del habla, y de cómo construye el tono de una prosa que modula los temas y las variaciones, según un modelo de composición musical. Para mí Glosa era la mejor novela de Saer conocida hasta ese momento. Hoy sigo manteniendo la misma opinión y agrego como la otra favorita a La grande.

–Uno supone que no debe ser tarea sencilla meter mano en una prosa tan elaborada como la de Saer, con sus oraciones extensas, sus constantes subordinadas; su ritmo único, sus pausas y respiraciones. ¿Tus intervenciones solían venir por ese lado, por inmiscuirte en el armado de la frase y la sintaxis? ¿O solían ser más generales, estructurales? 

–Los originales de Saer recibidos a partir de Glosa, con excepción de La grande, once en total, eran impecables, mis observaciones eran mínimas y solo referidas a algún detalle, del tipo si faltaba una preposición o un artículo en alguna frase, no más que eso. Nunca le tuve que hacer alguna observación estructural. La única preocupación de Saer cuando me enviaba un nuevo original era que me fijara bien que no se le escapara algún galicismo, o que me consultara si alguna expresión que recordaba haber usado en su niñez o adolescencia se seguía utilizando. Esas pequeñas observaciones, o alguna mínima sugerencia, las tomaba muy bien.

–Saer escribía sus textos a mano y luego los pasaba. Sin embargo, en esos pasajes era poco lo que corregía o limpiaba. Como si la tecnología no interfiriera en absoluto con su estilo. Como si la elaboración viniera dada de antemano, de antes de tomar la pluma.

–Saer escribía sus novelas o cuentos a mano, cada capítulo en un cuaderno separado. Finalizado el manuscrito volcado en los cuadernos (revisé algunos y las tachaduras o correcciones son muy pocas) lo pasaba a máquina. En esta etapa introducía pequeñas correcciones. Finalizada la copia a máquina, esa versión era la que consideraba final y la que me enviaba para su publicación.

 –Decías, de hecho, que su trabajo era el de un poeta…

–Sí, Saer trabajaba como un poeta, componía mentalmente, y la primera versión de sus textos no necesitaba, en general, cambios ni modificaciones sustanciales. En cuanto al proceso de escritura, había una constante: Saer prefería escribir a mano en cuadernos destinados especialmente para cada obra. Sostenía que esta práctica le generaba una conexión más profunda con el texto. Luego, pasaba en limpio el manuscrito desarrollado en los cuadernos utilizando la máquina de escribir. Al cotejar la versión final escrita a máquina con la “versión original” escrita a mano, se puede constatar que había muy pocos cambios o correcciones.

El único texto que no cumple en su totalidad con esta rutina fue La grande: por ejemplo, el capítulo 6 (“El colibrí”) empezó a escribirlo a mano, pero luego de las cinco primeras páginas, debido a su internación en el hospital, pasó a hacerlo directamente en la computadora. Del último capítulo, Saer escribió a mano en el cuaderno el título y la primera frase:

“LUNES. Río abajo

Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino.”

Si bien una vez que iniciaba la escritura de un texto era un proceso corto de unos pocos meses y de escritura casi corrida, con pocas correcciones o agregados. Hoy sabemos gracias a la publicación de los cuatro tomos de los Borradores inéditos, sobre todo en los dos primeros, Papeles de trabajo 1 y 2, que esa impresión no se correspondía con la realidad, ya que encontramos anotaciones, inicios, títulos, personajes y reflexiones elaboradas durante varios años. Cuando decidía escribir un nuevo libro –y esto vale tanto para Glosa, Lo imborrable o cualquier otro–, las historias ya estaban maduras para su publicación, de ahí la rapidez en la redacción final. Desde el inicio, según su propia confesión, iba construyendo el texto hacia un final que se había propuesto. 

–Para terminar, tu primera lectura de Saer fue Responso, a la que llegaste por sugerencia de Ricardo Piglia y a quien le editaste, por cierto, Nombre falso. ¿Cómo fue esa colaboración?

–A Ricardo lo conocí a principios de la década del 70. Ambos éramos historiadores, él egresado de la Universidad de La Plata y yo de la de Buenos Aires. Yo había leído su primer libro de cuentos, La invasión, publicado en la editorial Jorge Álvarez, y ya había acordado que le publicaría su segundo libro, Nombre falso en Siglo XXI. En nuestras charlas literarias me recomienda que lea la primera novela de Saer, también publicada en Jorge Álvarez, Responso. La leí y a partir de ahí fui leyendo el resto de la obra publicada por Saer. Ricardo fue siempre muy generoso con la obra de Saer, a quien admiraba.

–Saer pidió que fuera Piglia quien escribiera la contratapa de Glosa, ¿verdad?

–Sí, accedí a ese pedido. Este texto y el de María Teresa Gramuglio para la contratapa de El limonero real son los únicos no realizados por mí. Los veinticinco libros restantes que le publiqué todos llevaron texto de contratapa escritos por mí. Ricardo fue el primer lector al que le di a leer la primera versión de La grande antes de su publicación. Cuando sale la primera edición de Glosa en Alianza Editorial la primera nota que consigo la realiza Silvia Hopenhayn a Juan y Ricardo juntos, reportaje que salió publicado en el suplemento cultural de El Cronista Comercial. Y podría seguir enumerando una serie de charlas o presentaciones que conté con el apoyo y generosa participación de Ricardo.

*Autor de reseñas,  ensayos literarios y entrevistas. Fuente: Caras y Caretas https://carasycaretas.org.ar/ “Somos la Revista de la Patria. Retratamos la cultura y política argentina desde 1898″. Director: @felipe.pigna 

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