Raúl Zaffaroni sostiene en este artículo que más allá de las discusiones semánticas en torno a los presos políticos, en nuestro país hay presos que no debieran estarlo, y afirma que la solución institucional debe lograr no sólo la libertad de quienes no tienen que estar presos, sino que también debe lavar el honor mancillado de la inmensa mayoría de los jueces del país, para devolverle a los ciudadanos la seguridad jurídica de la libertad.
Por Eugenio Raúl Zaffaroni*
En nuestro país hay presos que no debieran estar presos.
La única verdad es la realidad, y esa es la realidad, a condición de no perdernos en los vericuetos del nominalismo. Puede dárseles el nombre de presos políticos, el de prisiones arbitrarias u otro que guste más, pero esa discusión semántica no cambia nada.
En rigor, en sentido objetivo, preso político sería sólo el que comete un delito político (contra el gobierno del Estado, como rebelión o sedición); en un sentido más amplio, el que está preso por razones políticas; en otro -extremadamente amplio- algunos dicen que todos los presos son políticos, porque el poder punitivo es ejercicio de poder político (de gobierno del Estado, de la polis).
No conduce a nada enredarse en estos conceptos discutibles, porque la realidad –con el nombre que fuese- es la misma: hay presos que debieran estar libres.
Llámese como se llame, no es posible ignorar que Milagro Sala está presa por obra de jueces que tienen tan grave incontinencia verbal –o cargan tanta culpa en su inconsciente- que se les escapan confesiones más o menos públicas, al punto que una de ellas motivó la renuncia de la presidenta del máximo tribunal de la Provincia y otro de sus miembros incurrió en una catarsis telefónica, después de la cual pidió licencia.
Pocas dudas caben acerca de que hay presos preventivos, es decir, sin sentencia condenatoria firme, alegando que como fueron funcionarios hace más de cuatro años, tienen o pueden tener “vínculos residuales”. Este disparate jurídico sin precedentes suele llamárselo periodísticamente doctrina, incluso por el periodismo de buena fe.
¡Seamos un poco serios, por favor! En la ciencia jurídica, una doctrina es un discurso elaborado, meditado, teorizado, mínimamente racional, y no una argumentación que más bien parece digna de improvisaciones de alta madrugada alcohólica. Un disparate nunca puede ser una doctrina en el campo jurídico.
En nuestra historia, muchas veces hubo presos que debían estar libres, empezando por los gauchos arreados a la frontera –tipo Martín Fierro- y terminando por los presos a disposición del PEN o condenados por tribunales militares, cuyos integrantes dependían jerárquicamente del poder ejecutivo de facto.
Se trata de modalidades de privaciones de libertad al margen del derecho, que corresponden a las diferentes etapas de nuestro colonialismo. El estilo Martín Fierro, ley de defensa social y ley de residencia, correspondió a nuestro neocolonialismo oligárquico. Las prisiones por orden del ejecutivo y de consejos de guerra, a la del neocolonialismo en variante de seguridad nacional.
Pero ahora sufrimos el tardocolonialismo financiero, que nos somete endeudándonos, valido de bandas locales que abren las puertas al caballo de Troya, en cuyo interior vienen los depredadores. La forma en que se mete preso o presa a alguien que no debiera estarlo, no es la misma de las etapas coloniales anteriores, sino que su táctica ha variado: es el lawfare, de que hablan –en diverso sentido- desde los norteamericanos hasta el Papa y es motivo de amplia literatura en los últimos tiempos.
Sin valorar qué es peor, lo cierto es que la cuestión de los presos de la seguridad nacional era de fácil solución institucional: se levantaba el estado de sitio, se declaraban nulas las pretendidas sentencias de los militares y se amnistiaba. Ahora el problema es más complejo e institucionalmente más perverso.
No subestimo el dolor de quien está preso cuando no debiera estarlo ni mucho menos. Nosotros estamos sueltos, pero ellos están encarcelados y sufriendo sin razón jurídica. Pero aquí quiero centrarme en otro tema: ¿Hasta cuándo estaremos sueltos nosotros?
No se trata únicamente del dolor de los presos que no debieran estarlo –que en modo alguno paso por alto-, sino de la amenaza institucional que pesa sobre los que hoy estamos sueltos. Esos presos lo están por decisión de jueces que no han sido designados por ninguna dictadura, sino por jueces constitucionalmente nombrados, lo que no es una diferencia menor. Además, eso ensucia a todos los jueces de nuestro país, porque el común de las personas con que hablamos en cualquier parte se refiere a la justicia.
La guerra judicial –el lawfare in english- no es otra cosa que la combinación de un empresariado de medios oligopólicos con un grupo mínimo de jueces al servicio de la banda que abre las puertas al caballo de Troya de los endeudadores.
En nuestro país hay miles de jueces, nacionales, provinciales, de todos los fueros, y que nada tienen que ver con esto, pero ante la aberración de presos que no debieran estarlo, el público no distingue: al decir es la justicia, se enloda a toda una categoría.
Nuestros miles de jueces no tienen nada que ver en esto, sino que, como en toda categoría profesional, tampoco faltan entre ellos algunos pocos neuróticos graves que psicopatean mal. Ahora la usual psicopateada en toda coautoría pretenderá que el muerto sea el único culpable.
Pero de todos modos, lo cierto es que una minoría de jueces bastante concentrada e identificada es la que protagonizó en coautoría por división funcional de la empresa –como decimos en derecho penal- estas prisiones políticas, arbitrarias o como se las quiera llamar.
Si en un Estado se ordenan y mantienen presos que no deben estar presos por orden de un reducido grupo de jueces constitucionalmente nombrados, es obvio que institucionalmente algo anda muy mal, pero -y por sobre todo- no puede dejar de venirnos a la memoria el famoso primero vinieron por …, sea de Bertolt Brecht o de Martin Niemöller.
Los presos que no debieran estarlo llevan la peor parte, obviamente, porque están presos. ¿Pero nosotros, los sueltos? ¿Hasta cuándo no vendrán por nosotros? ¿Nadie se da cuenta de que somos cuarenta y cuatro millones de habitantes amenazados por esta patología institucional?
¿Qué garantía tenemos de que mañana no se nos acuse de traicionar a la patria sin guerra, de enterrar cubos metálicos de dólares en la Patagonia, de ocultar oro bajo la tumba de algún pariente, de robarnos dos PBI, de quedarnos con dinero que invertimos en obras, de interrumpir comunicaciones cuando nos reunimos en la calle, de procesarnos por detenernos al boleo después de una manifestación, o de negarnos las excarcelaciones que nos correspondan constitucional y convencionalmente porque se presume que tenemos vínculos residuales, o de cualquier otro disparate que no me cabe en la imaginación?
Ayer vinieron por ellos… no lo olvidemos, mañana pueden venir por nosotros y será tarde.
Debemos ser perfectamente conscientes de que ante la táctica de la guerra judicial el remedio no puede ser el mismo que con los presos de las dictaduras, pero no se trata sólo de resolver la cuestión de los presos que no debieran estar presos, sino también de prevenir que mañana no seamos nosotros los presos.
Tengamos en cuenta que si una minoría de jueces en coautoría funcional con empresarios mediáticos puede disponer prisiones arbitrarias y esa situación se mantiene, ningún habitante de la Nación Argentina puede estar seguro de no ser víctima de una prisión arbitraria.
Esto requiere una solución institucional, que no sólo logre la libertad de quienes no deben estar presos, sino que también lave el rostro de toda la justicia, que levante el honor mancillado de la inmensa mayoría de todos los jueces del país, que nos devuelva a los ciudadanos la seguridad jurídica de nuestra libertad ambulatoria, que nos reintegre la plena vigencia de las garantías que establece nuestra Constitución y todos los tratados de Derechos Humanos incorporados a ella.
No estoy capacitado para proponer soluciones, pues si bien conozco todas las posibilidades jurídicas -y por descontado descarto las que se aplicaron en el caso de los presos de la dictadura-, carezco de la visión de conjunto acerca del espacio político de que dispone el gobierno, sin lo cual no haría más que proponer las que no sé si son las más convenientes.
Pero estoy seguro, al menos, de que no puede impedir una solución institucional que nos devuelva la seguridad jurídica en el marco de la Constitución –es decir, que nos vuelva al cauce constitucional parcialmente perdido- el mero temor a que los mismos medios oligopólicos, coautores de las privaciones ilegales de libertad, aúllen que se consagra la impunidad, porque eso lo dirán de cualquier manera, por transparente que sea la solución institucional, y siempre habrá un inevitable e irreductible porcentaje de gorilismo histórico dispuesto a creer en la cuenta cifrada suiza de Evita, como en cualquier otro episodio absurdo de Emilio Salgari o de Netflix imputado a quien participa de un movimiento nacional y popular.
*Profesor Emérito de la UBA. Artículo publicado por La Teckl@ Eñe