Como todos los viernes del verano, desde Prensared, compartimos cuentos de autoras latinoamericanas elegidos por periodistas de Córdoba. Para leer, disfrutar y extendernos en esa vasta geografía humana y social que cada historia cuenta y nos identifica en la Patria Grande. En esta entrega, la elección fue realizada por la periodista Fabiana Bringas (*) quien seleccionó “Perdonando a Dios”, un cuento de la escritora Clarice Linspector.
Clarice Linspector nació en Ucrania en 1920, pero su familia llegó con su familia a Recife, Brasil, cuando tenía dos meses. No se consideró ucraniana y nunca pisó la tierra en donde nació. En Brasil se crió y desarrolló buena parte de su obra literaria. Colaboró en periódicos y revistas, pero sus cuentos son la parte más importante de su obra. En sus historias experimentó diferentes estilos y experiencias atravesados por planteos existencialistas, la condición del ser humano y la búsqueda de la identidad femenina. “No escribo para agradar a nadie” solía decir cuando era cuestionada por la crítica. Es considerada una de las escritoras más importantes del siglo XX. Algunos de sus títulos reconocidos son: La hora de la estrella, Un soplo de vida, El libro de los placeres, Felicidad Clandestina, Correo femenino, La pasión según G. H..
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Iba caminando por la avenida Copacabana y miraba distraída los edificios, la franja del mar, las personas, sin pensar en nada. No me había dado cuenta aún de que en realidad no estaba distraída, de que era un momento de atención sin esfuerzo, de que yo era una cosa muy rara: era libre. Veía todo, y por casualidad. Sólo poco a poco empecé a advertir que estaba percibiendo las cosas. Entonces mi libertad, sin dejar de ser libertad, se intensificó un poco más. No se trataba de un tour de propriétaire, nada de aquello era mío ni yo lo deseaba. Pero creo que me sentía satisfecha con lo que veía.
Entonces tuve una sensación de la que no había oído hablar nunca. Por puro cariño me sentí madre de Dios, que era la tierra, el mundo. Por puro cariño, así de simple, sin prepotencia ni gloria alguna, sin el menor sentimiento de superioridad o igualdad, yo era por cariño la madre de lo que existe. Supe también que si lo que yo sentía «hubiese sido cierto» —y no posiblemente una equivocación del sentimiento—, Dios se habría dejado querer sin ningún orgullo, sin ninguna pequeñez y sin ningún compromiso conmigo. Le habría parecido aceptable la intimidad con que yo le daba el cariño. Para mí el sentimiento era nuevo, pero muy real, y no se había presentado antes porque no había sido posible. Sé que se ama lo que Dios es. Con amor grave, con amor solemne, con respeto, miedo, reverencia. Pero nunca me habían hablado de sentir por Él un cariño maternal. Y así como mi cariño por un hijo no lo reduce, incluso lo agranda, ser madre del mundo no hacía mi amor menos libre.
Y fue entonces cuando casi pisé una enorme rata muerta. En menos de un segundo estaba erizada por el terror de vivir, en menos de un segundo estallaba entera de pánico y controlaba como podía mi grito más profundo. Corriendo casi de miedo, ciega entre la gente, acabé en la otra manzana recargada en un poste, cerrando violentamente los ojos, que no querían ver más. Pero la imagen se filtraba por los párpados: una gran rata rubia, de enorme cola, con las patas aplastadas, y muerta, quieta, rubia. Tengo un miedo desmesurado a las ratas.
Toda estremecida, logré seguir viviendo. Seguí caminando, perpleja, con la boca infantilizada por la sorpresa. Intenté cortar la conexión entre los dos hechos: lo que había sentido minutos antes y la rata. Pero era inútil. Los vinculaba por lo menos la contigüidad. Ilógicamente, ambos hechos tenían un nexo. Me horrorizaba que una rata hubiese sido mi contrapunto. Y de pronto me invadió la rebeldía: entonces, ¿yo no podía entregarme desprevenida al amor? ¿Qué quería Dios hacerme recordar? No soy de esas personas que necesitan que les recuerden que dentro de todo hay sangre. No sólo no olvido la sangre de dentro sino que la admito y la quiero, soy demasiado la sangre como para olvidar la sangre y para mí la palabra espiritual no tiene sentido ni tampoco la palabra terrena tiene sentido. No hacía falta arrojarme una rata a la cara desnuda. No en ese instante. Bien se podría haber tenido en cuenta el pavor que me alucina y persigue desde pequeña, las ratas ya se habían reído de mí, en el pasado del mundo las ratas ya me habían devorado con impaciencia y con rabia. Pero ¿entonces era así? ¿Yo andando por el mundo sin pedir nada, sin necesitar nada, amando con puro amor inocente, y Dios que me muestra su rata? La grosería de Dios me hería y me insultaba. Dios era un bruto. Mientras caminaba con el corazón cerrado, sentía una decepción tan inconsolable como sólo había sentido cuando niña. Seguí caminando, trataba de olvidar. Pero sólo se me ocurría vengarme. Pero, ¿qué venganza podría tomarme yo contra un Dios todopoderoso, con un Dios que hasta con una rata aplastada podía aplastarme? La mía era una vulnerabilidad de criatura sola. En mi deseo de venganza no podía siquiera enfrentarme con Él, porque no tenía ni idea ni dónde estaba. ¿Cuál sería la cosa en donde Él estaría y más que yo, mirándola con rabia, fuese capaz de ver? ¿En la rata? ¿En aquella ventana? ¿En las piedras del suelo? Era en mí en donde Él ya no estaba. Era en mí en donde ya no lo veía.
Entonces se me ocurrió la venganza de los débiles. ¿Ah, sí? Pues entonces, en vez de guardarme el secreto, lo contaré. Sé que entrar en la intimidad de Alguien y después contar los secretos es innoble, pero yo voy a contar —no cuentes, aunque sólo sea por cariño no cuentes, guárdate para ti sola las miserias de Dios—, sí, voy a contar, voy a difundir lo que me pasó, esta vez no se va a quedar así, voy a contar lo que Él hizo, voy a arruinarle la reputación.
*Fabiana Bringas es periodista. Trabaja en Radio Nacional Córdoba. Conductora del programa “Bajo el mismo sol”.
Imagen de revista Descontexto.
Producción: Myriam Mohaded para el Centro de Documentación “Juan C. Garat”