El caso Rubiales pone en evidencia que en muchos sectores no se entiende qué es la violencia simbólica y el derecho a una representación justa. El beso en la boca a la futbolista Jennifer Hermoso frente a las cámaras del mundo entero fue una exhibición de poder de un jefe frente a una empleada, pero también la representación de dónde debemos estar las mujeres en el mundo del deporte y por extensión en la vida social. Masculinidad, fútbol y violencia simbólica.
Por Asun Bernárdez*
La violencia de género comienza con actos en la comunicación entre las personas que pueden ser percibidos de manera desigual entre quienes agreden y quienes son agredidas. Un beso o un apretón de manos, la invasión del espacio físico corporal, que nos toquen alguna parte del cuerpo, o incluso una mirada que consideremos inapropiada, puede resultarnos violenta porque anula nuestra agencia y nuestra autonomía frente al grupo social.
Las personas que agreden pueden hacerlo con distintos grados de autoconciencia y puede incluso ocurrir que las personas agredidas disculpen a quienes las agreden porque reconocer que algo malo está pasando puede suponer la ruptura de un mundo: el familiar, el emotivo y pasional, el amistoso y por supuesto el laboral. Todos nosotros, todas nosotras hemos experimentado alguna vez la sensación de incomodidad en una situación interactiva y, puede que, para no complicar las cosas, hayamos hecho la vista gorda
Esta acción es humana y comprensible, y parece ser el tipo de respuesta que se está pidiendo desde los grupos más conservadores a lo que ha ocurrido en el caso Rubiales. El beso en la boca sujetándole la cabeza que Luis Rubiales dio a la futbolista Jennifer Hermoso frente a las cámaras del mundo entero fue una exhibición de poder de un jefe frente a una empleada, pero también la representación de dónde debemos estar las mujeres en el mundo del deporte y por extensión en la vida social. Campeonas sí, pero sometidas en el plano relacional a un marco difuso de normas interactivas que dictan que nuestros cuerpos son susceptibles de ser tocados, exhibidos, mirados, comentados sin límite. El argumento más fuerte que se ha utilizado en los medios para exculpar al Presidente de la Federación Española de Fútbol es que “no es para tanto”, como el mismo Rubiales afirmó al decir que es una banalidad comparar lo ocurrido con las mujeres que sufren violencia sexual de verdad.
En este argumento se obvia algo más complejo de lo que vimos a través de las cámaras, y es que los procesos de violencia son piramidales. Para que la violencia física o psicológica pueda materializarse, debe existir siempre una violencia simbólica, representativa o comunicativa (y también institucional) que haga posible el hecho en sí. Es decir, si Rubiales se siente legitimado para besar en la boca a la jugadora Hermoso y después se muestra sorprendido y despechado de que se produzca una reacción mundial en contra de su gesto, es porque deben existir ideas culturales generales que sustentan su comportamiento. ¿Cuáles son estas ideas? ¿Por qué la FIFA, una empresa privada con sede en Suiza lo tiene claro y abre expediente disciplinario al directivo, mientras que en España las reacciones en nuestra propia Federación son mucho más lentas? ¿Acaso vivimos en un país en el que se relativiza este tipo de hechos?
Es evidente que a mucha gente le parece banal lo ocurrido, que no es para tanto… pero claro, como el gesto lo ha visto el mundo entero, no hay posibilidad esta vez de que se puedan lavar los trapos sucios en casa, como ha ocurrido en otras ocasiones en el entorno futbolístico. Tenemos a un Rubiales seguramente sorprendido ante su trepidante caída, y con cara de no entender nada porque, ¿acaso alguien le había dicho antes que no se puede cargar a hombros a una jugadora o abrazar el tiempo que se quiera un cuerpo cuando se está en un entorno de celebración futbolística? Intento pensar por qué un señor con el poder que ha tenido Rubiales dentro del fútbol y parte de su entorno, llegan a afirmar que lo ocurrido es una auténtica “caza de brujas”. Para esto, hay que pensar en la presencia desigual y las diferencias de poder que existen en el ámbito futbolístico y deportivo, pero debo enmarcarlo en un proceso más general que tiene que ver en cómo se representa la masculinidad y la feminidad como ámbitos simbólicos dicotómicos y contrapuestos: lo masculino es lo racional, la fuerza, la competitividad, mientras que lo femenino implica la emocionalidad, la fragilidad o la empatía, por ejemplo.
El gran espectáculo del fútbol vs. el fútbol femenino
La primera estrategia para quitar poder a las mujeres es expulsarlas de la representación pública. En el período de la fragmentación de las audiencias y de la personalización de los productos culturales, el fútbol es el espectáculo más global. Lo siguen hombres y mujeres, adultos y niños, personas ricas y pobres, creyentes y ateas, cultas e incultas. Los espectáculos futbolísticos son el lugar de encuentro discursivo más concurrido de nuestras sociedades hasta el punto de que las programaciones de radios y televisiones se modifican para dar paso a las grandes competiciones futbolísticas sin que nadie se queje por ello.
La mayoría de los partidos que vemos son masculinos. En proporción, el fútbol femenino ocupa muy poco espacio en las parrillas televisivas o en la prensa deportiva. La gran expectación mediática se produce sobre todo con los equipos masculinos. Es una obviedad, pero ver un partido de fútbol es ver un grupo de hombres en acción compitiendo por ser los mejores a la hora de meter un balón dentro de una portería. Pero sabemos que el fútbol es más que eso: puede llegar a representar los valores nacionales y de las señas de identidad de las regiones o los pueblos.
El fútbol como fenómeno social mediático tiene una enorme carga simbólica. La pregunta es: si tiene esa gran representatividad ¿qué significa que las mujeres participen en esas competiciones sólo en el papel de espectadoras o comentaristas? ¿No nos debería resultar escandaloso que, en una sociedad que se tiene por igualitaria, se borre al cincuenta por ciento de la población de esa gran representación pública sin que nos extrañemos? Las mujeres están en los ejércitos, en la policía, en la política, en los trabajos de alta especialización… son pocas, pero están ahí. Pero cuando nos ponemos frente al televisor y vemos un partido de los que ven millones de espectadores en todo el mundo, no hay ninguna.
Afortunadamente, cada vez es más difícil mantener a las mujeres fuera de los espacios de representación pública, e incluso en el mundo del fútbol, se han producido cambios. Por ejemplo, en 2014 en torno a la celebración del 8 de marzo, la FIFA hizo una declaración de intenciones a favor del fútbol femenino, afirmando que «el fútbol proporciona a millones de mujeres autoconfianza, bienestar, un entorno social seguro y les permite liberarse de las convenciones sociales». Sin embargo, varios años después de tantos buenos deseos, las cosas han mejorado poco para las jugadoras, que siguen cobrando menos y siguen teniendo un acceso muy limitado a los recursos materiales necesarios.
El fútbol femenino tiene historia
El caso es que si repasamos un poco la historia, las jugadoras han estado presentes siempre. En la Primera Ola de feminismo, algunas sufragistas hicieron campaña por el uso de la bicicleta o la participación en competiciones deportivas. En 1895, la escritora feminista Lady Florence Dixie (1855-1905) fundó el primer club deportivo, el British Ladies Football Club, aunque el primer partido femenino está registrado en Glasgow (Escocia) en 1892. La primera competición femenina en Inglaterra se celebró en el norte de Londres en 1895. En España se estableció el Spanish Girl’s Club en 1914 en Barcelona, aunque no duró mucho tiempo.
El fútbol se había desarrollado en el entorno de las fábricas en Inglaterra, como esparcimiento de los trabajadores en las horas de ocio. Cuando estalló la I Guerra Mundial y las mujeres ocuparon los puestos de trabajo en las fábricas, también se pusieron a jugar al fútbol, pese a que entró en vigor una norma que les impedía jugar al fútbol, que estuvo en vigor hasta 1969.
La UEFA comenzó a controlar el desarrollo de las competiciones femeninas a partir de 1972, es decir, los años en que el avance de las mujeres, vinculado a la Segunda Ola de feminismo, comenzaba a ser imparable, y el primer campeonato oficial controlado por la federación en Europa no se organizó hasta 1984. La primera Copa Mundial Femenina respaldada por la FIFA se realizó en 1991. En España, la Primera División Femenina, conocida como La Liga Iberdrola, comenzó a disputarse en la temporada 1988-89. Hoy se llama la Primera División Femenina, desde 2011. La falta de recursos y de visibilidad pública ha sido una constante en este proceso, e ilustra muy bien la hostilidad con las que han sido tratadas las mujeres cuando intentan entrar en los deportes masculinos.
El fútbol como representación de la masculinidad
El fútbol es la representación de un mundo triunfante de hombres en el que no existen las mujeres. En este deporte vemos de forma palpable cómo funcionan los mecanismos de exclusión de la representación pública de las mujeres, que es la base para la constitución de un entorno de violencia simbólica contra ellas. Uno de ellos (que funciona en la mayoría de los deportes, por cierto) es impedir que hombres y mujeres jueguen juntos.
Recuerdo un caso de finales de mayo de 2017, cuando saltó a la prensa española el siguiente titular que no he olvidado: «El equipo de niños que tuvo que jugar sin Marta» en el periódico El País, con el subtítulo explicativo: «La Junta de Castilla y León impide a una niña jugar la final de un torneo regional de fútbol sala infantil porque no admite los equipos mixtos». La noticia fue recogida incluso por el diario británico The Times, como si la imposibilidad de constituir equipos mixtos fuese algo que ocurriese sólo en el territorio español.
La realidad es bastante más contundente: casi no existen deportes que consientan que hombres y mujeres formen equipo en competiciones oficiales, salvo la excepción de los dobles de tenis y las competiciones de curling. ¿De dónde viene esta prohibición? ¿Hay alguna ley o normativa que impida de facto que se constituyan equipos y que se jueguen ligas mixtas?
Mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que, en realidad, no existe ninguna regulación escrita (que sería, supongo, anticonstitucional) que lo impida. Las normas generales del fútbol están dictadas por la FIFA, que sólo hablaba, en un principio, de «jugadores», por lo que, cuando hay alguna duda sobre si las mujeres pueden o no jugar con un equipo, se aplica el principio de exclusión. Este dato es muy significativo, como en el caso de Marta, y muestra muy bien cómo se actúa en las prácticas sociales de exclusión: alguien denuncia, se consulta una normativa que no existe y se aplica de forma restrictiva de tal manera que no se alteran las creencias sociales generales. Estamos ante un caso de «proceso sin sujeto», es decir, un proceso que se pone en marcha sin que ningún agente social se haga cargo de él. Como la FIFA, en su normativa general, sólo hablaba de hombres, las mujeres han estado excluidas.
Y cuando resultó demasiado escandaloso que las mujeres permaneciesen fuera de las competiciones de fútbol, se las aceptó, eso sí, teniendo cuidado en montar un sistema de segregación. He preguntado en distintas instancias y personas por qué no deben jugar hombres y mujeres juntos, la respuesta suele ser la misma: «porque ellas estarían en situación de desventaja física frente a ellos». A la mayoría de la gente le suena en la cabeza la tranquilizadora campana de la evidencia (¡hay que ver cómo cuida el patriarcado a las mujeres que impide la posibilidad de que se dé la confrontación física!).
No hace falta más que reflexionar un poco sobre nuestro entorno inmediato para darnos cuenta de que esto no es para nada evidente. Por ejemplo, un padre me contó con mucho enfado que cuando su hija tenía doce años, le prohibieron jugar en la liga de fútbol escolar, alegando en este caso la falta de vestuario para cambiarse. En realidad, lo que ocurría era que la niña era bastante más corpulenta que sus compañeros de categoría (y les ganaba siempre), pero nadie se atrevió a alegar ese motivo de exclusión, mientras que se apelaba a una supuesta norma no escrita. Y es que, si pensamos un poco, por experiencia sabemos que la norma universal: «los hombres son más fuertes que las mujeres» no se cumple en muchísimos casos. Todos conocemos en nuestro entorno hombres más fuertes que mujeres, pero también mujeres más fuertes que muchos hombres. Y lamento ser tan literal, pero cuando hablamos de estereotipos y falsos juicios hay que serlo, para poder hacer caso a las evidencias que nos dan nuestros ojos y desatender a esos principios generales que nos impiden percibir el mundo como es.
La afirmación: «los hombres son más fuertes que las mujeres» no está basada en la lógica perceptiva, sino en una especie de media antropológica que creamos en nuestras mentes a partir de una serie de abstracciones que nos proporciona nuestro entramado cultural y que refuerzan los medios de comunicación. Ese argumento nos hace pensar que es lógico ordenar el mundo en dos categorías: fuertes y débiles, y relacionarlas de forma unívoca con los hombres y las mujeres. Otra cosa es entender cómo es posible que, por ejemplo, la mayoría de las mujeres asumamos que somos más débiles que los hombres y viceversa; es decir, entender cómo se produce la reificación de las ideas y cómo se entretejen para que luego puedan convertirse en realidades duras y palpables.
Supremacía física y masculinidad
La idea de la supremacía física masculina no es por supuesto exclusivo del mundo futbolístico. Por ejemplo, muchos productos de ficción que vemos también están hechos para satisfacer una especie de «ego masculino», plasmado en grandes hazañas que ellos llevan a cabo saltándose, si hace falta, las leyes de la física; son las historias de hombres que pueden ser derrotados, pero amados hasta la muerte; hombres groseros, feos y brutos que enamoran a inteligentes y bellas mujeres sin tener que «esforzarse». En la ficción las mujeres amamos a los sapos, pero ellos nunca se enamoran de las ranas. Sobre todo, en la ficción, las mujeres son las víctimas que padecen la poderosa violencia masculina.
No podemos establecer una relación directa de causalidad entre lo que vemos en la ficción y lo que ocurre en la realidad, pero sabemos que hay influencia entre una y otra dimensión, aunque no podamos cuantificarla. Por ejemplo, no podemos asegurar que una persona que consuma violencia representada vaya a ser más violenta en sus prácticas diarias que otra persona que no la ve, pero es evidente que el mundo de la ficción nos proporciona posibilidad de que la violencia se produzca con pautas determinadas.
Por ejemplo, no es casualidad que los psicópatas asesinos que aparecen en muchas películas maten sobre todo a mujeres. A nadie le escandaliza este hecho porque nos han enseñado que las víctimas por excelencia son las mujeres. Estoy segura de que se produciría una oleada de protestas si las mujeres empezaran a hacer películas en las que las protagonistas se dedicaran a descuartizar hombres con grandes herramientas.
Y es que con violencia o sin ella, la heroicidad es un terreno masculino al que difícilmente se deja entrar a las mujeres. La mayoría de las historias las escriben los hombres y ellos hablan desde sus experiencias, pero también desde sus deseos, sus miedos y sus incertidumbres. Y es que el ego de la masculinidad se forma y consolida en los terrenos de la competición, sea esta la que sea. Y la competición de verdad no es la que podría establecerse entre hombres y mujeres, porque hay una construcción simbólica que coloca a la masculinidad siempre en un territorio superior.
Porque la batalla verdaderamente interesante es la que se libra entre iguales. La buena confrontación, la competición máxima, ha de ser así sólo y exclusivamente entre varones. Una buena batalla requiere un equilibrio de fuerzas, el reconocimiento de un igual, y va más allá de la persecución y eliminación de una víctima. Si una mujer consigue imponerse en cualquier batalla simbólica y representativa, es siempre a través de la astucia y las malas artes, nunca por la fuerza o la sabiduría. La máxima suena a algo así como: «hombres y mujeres no deben competir porque sus habilidades no son siquiera comparables».
Ahora bien, ¿cómo se hace para que esta máxima acabe resultando una verdad social? Si vemos lo que ocurre en los equipos deportivos, la respuesta es evidente: una de las estrategias fundamentales es no permitir que la competición entre mujeres y hombres se produzca. Y es esta una creencia tan arraigada, que cuando una niña quiere seguir jugando y, por lo tanto, confrontándose con hombres conforme va creciendo, hay muchísima gente dispuesta a negarle esa capacidad: los propios padres, los directores de los equipos, los árbitros, los entrenadores, etcétera… siempre habrá alguien que le diga que para eso están los equipos de chicas. Ahí es donde debe competir.
Una prueba del funcionamiento de los prejuicios para limitar que las mujeres puedan competir en clave de igualdad con los hombres la podemos ver en cómo se está desarrollando una nueva modalidad de competiciones surgidas hace poco: los deportes electrónicos, en los que no cabe la disculpa de que las mujeres somos físicamente más débiles y que por eso debemos evitar la confrontación física.
En este tipo de competiciones, también se discrimina a las mujeres, tanto o más que en los deportes tradicionales. La pregunta es la misma ¿por qué sigue habiendo tan pocas mujeres? No existe ninguna limitación legal, pero la realidad es que ellas tampoco se encuentran cómodas en las competiciones electrónicas, aunque sabemos que los usuarios de los videojuegos en Estados Unidos son hombres y mujeres al cincuenta por ciento.
Es significativo lo que pasa, por ejemplo, en la competición de la primera división con equipos profesionales de League of Legens, que es una de las que más llama la atención en el mundo entero. Las principales ligas que se juegan en España —LVP, ESL y Game— no limitan la participación femenina, pero la realidad es que casi ninguna mujer figura en sus primeras divisiones. En el año 2016 se realizó una encuesta por ESPN a jugadores profesionales que tienen entre 18 y 25 años sobre la presencia de las mujeres en sus equipos y la respuesta fue descorazonadora: no les gustan las mujeres porque les ponen «nerviosos» en las competiciones.
Al mundo deportivo-espectacular en general, y el fútbol en particular, no le queda más remedio que integrar a las mujeres en sus actividades. Y lo está haciendo a base de resistencias múltiples: no facilitando los equipos mixtos blindando un sistema de segregación entre los sexos que de forma eficaz consigue que el principio simbólico de que «los hombres son más fuertes que las mujeres» quede intacto y carente de constatación empírica.
El fútbol parece hoy casi una fantasía mediática: la escenificación de un mundo ideal donde los hombres viven y se representan sólo para sí mismos. Es un universo de hombres solos que no tienen que confrontar con el paradigma de lo femenino para significarse.
Un ritual de la masculinidad
Cuando asistimos a un partido de fútbol, lo primero que llama la atención es el alto nivel de ritualización del espectáculo, que tiene en sí mismo un gran valor simbólico. Un ritual está formado por acciones ordenadas en el tiempo que marca los momentos importantes de la vida social. Los rituales sirven para canalizar emociones poderosas: son acciones de estabilización y cohesión social. Los ritos no responden a los procesos individuales, sino que hacen posible el nacimiento de la colectividad, la idea de que existe un destino común para todos, un destino que nos une y trasciende. En los rituales podemos ver cómo una sociedad piensa sobre el mundo.
Si vemos el ritual con el que se construyen los partidos de fútbol, ¿qué vemos?: un mundo de hombres solos, guerreros y fuertes, pero relajados y felices de poder mostrarse en una especie de plenitud, encantados de poder llorar, patalear, abrazarse, pegarse… en una fiesta de emotividad pública sin que nadie les diga que son «unas nenazas».
Estamos ante héroes colectivos que se comportan en el campo como guerreros capaces de cumplir las normas, al mismo tiempo que se las saltan. Obedecen a los árbitros, pero pueden hacer daño al contrario si éstos nos los ven; pueden ser héroes sacrificiales, pero también villanos si el juego lo requiere.
Si la masculinidad está definida de forma estereotipada por el uso de la razón y el control de las emociones, en los campos de fútbol, esa norma puede ponerse en suspenso: los jugadores son hombres que pueden llorar y mostrar sus emociones, pueden perder los estribos y agredir «poco caballerosamente» al otro, mostrar rabia y enfado, hundimiento y euforia desmedida. Pueden abrazarse y besarse entre ellos, tocarse… sin que su masculinidad sufra como ocurriría en los entornos cotidianos.
Los campos de fútbol y sus competiciones son, entre otras cosas, también terrenos físicos y simbólicos donde vemos desplegados los valores de la masculinidad tradicional resistente a los cambios sociales que se han ido produciendo en el siglo XX, en cuanto a la incorporación de las mujeres a la vida pública. En un partido de fútbol, todo el espectáculo está montado para mostrar una masculinidad hegemónica que los medios de masas se ocupan en acompañar y engrandecer devolviéndolos a la opinión pública como si fueran esencias de nuestras identidades personales y políticas.
En un partido de fútbol, se anima a los jugadores a ser físicamente agresivos y al mismo tiempo contenidos en sus demostraciones emocionales. Se trata de representar un espectáculo ambiguo en el que se da a entender que la «deportividad» (concepto por cierto muy cercano al de la «caballerosidad» —atributo que bueno es recordar que no existe para las mujeres—) es el objetivo final porque se trata de un «juego», mientras que de manera más o menos explícita, se les consiente a los jugadores que dejen de ser contenidos y usen la violencia con tal de ganar un partido. El juego sucio, siempre es el del contrario. Las mujeres, mientras tanto, están en los campos de fútbol en un lugar periférico, siempre como espectadoras, y obtienen el interés de las cámaras sólo cuando son buscadas como objetos de deseo de los espectadores masculinos, que se supone que están siguiendo los partidos.
La violencia física y verbal en el fútbol es un elemento presente en el desarrollo del partido y fuera de él. Actúa como un contrapunto «divertido» a lo que debería ser la norma de toda competición: la deportividad. Deportividad y violencia se oponen, pero en las prácticas del fútbol, la deportividad y la no violencia producen aburrimiento, mientras que la combinación de no deportividad y violencia produce la diversión de la que un público altamente emocional puede siempre disfrutar. Algo parecido a lo que ocurre en la educación masculina, en la que es muy fácil que un varón reciba mensajes de doble vínculo por su entorno: «si te pegan, defiéndete», estrategia mucho menos consentida en la educación de las niñas
En un partido de fútbol, llama la atención el comportamiento fervoroso y exaltado del público, el hincha cuyo cuerpo forma parte del espectáculo: grita, llora, ríe, insulta, patalea, alienta, abuchea… su adhesión no está basada en la razón, en el «buen hacer» de su equipo, porque da igual que lo haga bien o mal. Se utilizan todos los elementos posibles para hacer ruido, se adorna el cuerpo, se usan emblemas y objetos significativos. También en la hinchada, el predominio masculino es evidente, aunque es el único lugar en el que las mujeres están presentes. El público mismo sufre una especie de «feminización» al representar de forma ritual las emociones frente a lo que está sucediendo. La situación de las mujeres en el espectáculo está reducida siempre al mismo papel de espectadoras, poniendo en evidencia el grado de exclusión del sistema simbólico, porque en las sociedades actuales las exclusiones no son sólo económicas, sino que la exclusión simbólica es una de las formas de violencia más importantes y que más contribuyen a la «domesticación de los domesticados» (Bourdieu). La exclusión simbólica es una de las herramientas de la dominación política.
Una competición deportiva actúa como un regulador de los cuerpos en el espacio. Las mujeres tienen restringido el acceso al deporte, aludiendo a que sus cuerpos no están preparados para las actividades atléticas, y este principio se aplica y extiende a las políticas sociales en relación con el acceso a los recursos, los entrenamientos y el prestigio. Son los deportes masculinos los que obtienen los recursos, los que captan la atención de los medios y son aclamados públicamente, mientras que las mujeres reciben el reconocimiento sólo en la medida en que participan de deportes propios para ellas como la gimnasia o el patinaje.
El fútbol es un deporte masculino por excelencia, promueve la masculinidad a través de los rituales que estrechan las relaciones afectivas entre hombres y la violencia controlada.
Pero ahora, ellas han dejado atrás el papel exclusivo de espectadoras, y tienen que abrirse paso en un oscuro bosque de prejuicios, de las personas que intervienen en el mundo del fútbol, pero que también están fuera de él. Las mujeres han ganado una presencia relevante y van a quedarse. En este contexto tal vez podemos interpretar las acciones de Rubiales mostrando ante miles de personas en el mundo el acceso al cuerpo de las jugadoras como una restitución simbólica del poder masculinoen el mundo del fútbol. Campeonas, sí, pero sometidas al entorno patriarcal. Tal vez esto nos explique el clamoroso silencio que han mantenido la mayoría de jugadores, entrenadores, árbitros o equipos técnicos frente a lo ocurrido en todo el territorio nacional.
*Especialista en los estudios de Comunicación y Género, Semiótica de los Medios de Masas y Teoría de la Información. Fuente: https://rebelion.org/ Original: texto y fotos El Salto https://www.elsaltodiario.com/
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