A una semana de la muerte de Diego Armando Maradona, conmovido y acongojado por su partida, el autor de este artículo recuerda un cuento escrito hace 20 años. “Una historia sobre memoria, fútbol y pasiones compartidas que, como cualquier otro recuerdo, adquiere nuevos significados en el presente”, dice la presentación de la Revista Haroldo.
Por Edgardo Vannucchi
Una introducción necesaria
Primer Tiempo: En el principio fue el fútbol o…, para ser precisos, la pelota.
Ante el primer contacto con cualquiera de ellas, una de trapo, una Pulpo o una de cuero, empezábamos a soñar despiertos, vivíamos nuestras mejores aventuras, conjurábamos toda pesadilla…
Cabe aclarar que la Tango (ese hermoso objeto del deseo) sólo la veíamos en las figuritas, por televisión o la espiábamos en las vidrieras de las casas de deportes. Más bien la “intuíamos” detrás de gruesos cristales y dispositivos de seguridad, ya que estaba más protegida y a distancia del embelesado observador que La Gioconda en el Louvre…
Rescato esa escena, ese origen fundante por aquello que nos recordaba Eduardo Galeano a mediados de los años ’90 del siglo pasado:
“-¿Cómo explicaría usted a un niño lo que es la felicidad?
-No se lo explicaría. Le tiraría una pelota para que jugara…”. [1]
Segundo Tiempo: Sabemos que no hay lecturas (ni escrituras) sin fechas, que nadie lee en el vacío, que hay contextos (sociales y personales) de producción, de circulación y de recepción de una canción, una pintura, un ensayo, una fotografía, un cuento… y que ese nuevo contexto suele resignificar la interpretación, potenciar los efectos de lectura, habilitar o generar otros sentidos.
Este cuento, titulado Fútbol argentino, fue escrito hace casi 20 años. Mi viejo llevaba fallecido prácticamente esa misma cantidad de tiempo. Yo todavía no era papá.
El alargue: Aún conmovido, acongojado e insoportablemente abducido por cuanta información circulara en televisión, radio, internet, grupos de whatsapp… el jueves pasado, como miles de argentinos y argentinas, estuve en la Plaza.
No pensando en entrar a la Rosada (estamos en pandemia, era casi imposible poder ingresar en el horario estipulado, los desbordes/incidentes se veían venir etc.) sino para estar cerca, recordarlo, agradecerle la inmensa felicidad que nos dio y para compartir ese calor y esa emoción que sólo se da en la calle entre muchos y muchas que sienten lo mismo.
Ese ritual colectivo, esa avidez por hablar, por “verlo gambetear”, por recordar sus hazañas, sus grandes goles y un tuit de Iván Noble, tan sentido como agudo, devolvió definitivamente a la cancha el cuento que hoy publicamos: con la ida del Diego “se acabó del todo la infancia” , escribió el músico.
Releyéndolo en este contexto, algo (bastante) de eso hay en este relato y en lo que muchos y muchas venimos sintiendo en estos días.
Fútbol argentino
La habitación… futbolizada. Ilustración de Eduardo Maicas en 100 x 100 mundiales. Postales de las copas de Juan José Panno. Bs. As. Editorial Colihue. 2014.
Me dispuse a ordenar unas viejas cajas desbordadas de papeles (léase recortes de diarios y revistas) sabiendo de antemano que, inexorablemente, me encontraría con parte de mi pasado, en cualquiera de sus manifestaciones: alegría, tristeza, deseo, decepción, ilusión, ausencia… Decidí empezar por las que atesoraban algunas instantáneas del deporte argentino y en especial de nuestro fútbol.
Así es como fueron apareciendo una serie de notas sobre el gran Nicolino, “el intocable” y su recordada victoria ante el desconcertado Paul Fujii; otra sobre Oscar Alfredo Gálvez, el “Aguilucho”, a 50 años de su primera incursión en el Turismo de Carretera, rememorando aquellas épocas en que la importancia del hombre en las carreras era determinante (“antes el hombre era el 80 % y el auto el 20. Ahora el piloto es sólo el 20% y el auto el 80…”), un homenaje a Carlos Monzón de tres de sus adversarios Emile Griffith, José Ángel Nápoles, “Mantequilla” (el de aquella pelea de 1974 en Montecarlo que sirvió de escenario a Julio Cortázar para su famoso cuento “La noche de Mantequilla”) y Rodrigo Valdez (el único boxeador que logró tirar al santafecino); el “Toti” Iglesias y el “Flaco” Gareca unidos en el recuerdo de sus inicios en Sarmiento de Junín…
Me detengo particularmente en la siguiente: es una nota de la revista El Gráfico en la que el “Flaco” Menotti hace un balance del Mundial ‘78 y cuenta sus vivencias luego de la obtención de la Copa. El comienzo es previsible: “lo más importante fue respetar siempre nuestras convicciones, nuestra idea de juego y del espectáculo”. En otro de los párrafos aparece la arenga a sus jugadores antes de la final con los holandeses: “yo puedo perdonarles todo: que se equivoquen en los relevos, que regalen una pelota y llegue -por esa causa- un gol contrario, que se olviden del planteo de juego, pero no les voy a perdonar que les falte personalidad para ser fieles a un estilo de fútbol”. Menotti dixit.
Me adentro un poco más en la lectura y emerge como un cross a la mandíbula el mensaje a sus enemigos íntimos: “es un triunfo del fútbol argentino durante tantos años traicionado. También una respuesta a los que habían creído que era ese estilo, el nuestro, el que había fracasado mundialmente. Lo que había fracasado era la falta de seriedad para adquirir todo aquello que debe agregarse a la habilidad y al talento natural”.
La nota terminaba con el recuerdo del DT y las sensaciones en el vestuario después del 3-1 final: “Cuando llegamos al vestuario, nadie reaccionaba. Me senté en un banco, apoyé la cabeza contra la pared y cerré los ojos un rato. Cuando los abrí, me di cuenta de que los muchachos se habían sentado frente a mí en silencio. Nadie decía nada. No había emoción, ni angustia, ni llantos. Era como si cuatro años de lucha se hubiesen derrumbado sobre nosotros… Pero, claro, adentro, bien adentro, sentíamos una felicidad eterna. Le habíamos hecho el mejor homenaje al viejo y querido fútbol argentino…”.
He leído decenas de veces esa nota. Una y otra vez detengo mi mirada en las mismas palabras, frases y marcas. Una y otra vez me interrogo, me pregunto qué moviliza al ser humano a desandar los mismos caminos, escuchar las mismas voces, releer las mismas páginas, visitar viejos fantasmas. ¿Qué nos lleva a recorrer esos espacios de la memoria plagados de significados? ¿El deseo de atrapar un instante en el tiempo? ¿La ilusión de asirlo definitivamente? ¿El intento por confeccionar nuestro propio mapa de la memoria, nuestra propia antología de recuerdos? … Los recuerdos, esa especie de equipaje cargado de “efectos personales” que va conformando nuestra identidad.
Tal vez se trate de una decisión inconsciente que como una fuerza cargada de curiosidad nos empuja hacia el ayer, o del anhelo ancestral de controlar el pasado y sus efectos sobre el presente. O quizás, como algún poeta callejero dijo, sea una elección simbólica del pasado, por lo que éste tiene de seguro y acogedor para nuestra existencia.
Seguramente no bastaría con dar respuesta a estos interrogantes para elaborar una explicación convincente que diera cuenta de ciertas motivaciones del ser humano (lejos de ese objetivo estamos), aunque sí es suficiente para entender por qué esa nota del “Flaco” Menotti es particularmente significativa para mí.
Tal como expresara el poeta, mi ‘eterno retorno’ a esa lectura está vinculado a esa sensación de protección, de refugio, de seguridad que brindan algunos recuerdos. Su sola lectura me transporta, me traslada imaginariamente a esas frías noches en las que mi viejo cual juglar medieval, me abrigaba con sus relatos, con sus narraciones de jugadas memorables, goles espectaculares, triunfos heroicos, atajadas imposibles. Cada noche mi viejo con su voz pausada, sus adjetivos precisos, sus silencios calculados, desplegaba ante mí un capítulo de la rica historia del fútbol argentino.
Así fueron desfilando los partidos, equipos y personajes más espectaculares y encantadores que mi imaginación pudiera albergar. De aquel primer partido de football en 1867, donde hoy está el Planetario, en el que muchos no se animaron a jugar (sólo se enfrentaron ocho contra ocho) por temor a quedar en ridículo usando pantalones cortos, a esa tarde de 1953 en la que según los más eufóricos “nacionalizamos” el fútbol; desde el legendario Alumni y los hermanos Brown al “Racing de José”; de Arsenio Erico (quien llegó a Buenos Aires como integrante de un equipo de la Cruz Roja paraguaya y terminó por convertirse en el máximo goleador de la historia del fútbol argentino) al “Gringo” Scotta…
Lo cierto es que una de esas historias en particular dejó una huella imborrable en mí. Ese relato parecía abarcar a todos los demás.
…Según cuenta la leyenda -arrancó mi viejo- existe un punto en el espacio que contiene todos los puntos. Un lugar donde convergen, sin confundirse, todos los secretos, las claves, las enseñanzas del fútbol argentino. Quien diera con él, quien lo hallase tendría ante sí el privilegio de disfrutar de los momentos más gloriosos de nuestra historia futbolística, desde todos los ángulos. Un paseo por la galería de cracks. Aquellos que sólo hemos visto en figuritas. Las jugadas más memorables, los goles más exquisitos, las destrezas más increíbles que se hayan visto realizar con una pelota. Esas que se han ido transmitiendo generacionalmente, que fueron incorporándose a la memoria colectiva del país y definiendo un estilo de juego característico de estas tierras.
Según se dice un solo hombre, hoy ya anciano, tuvo esa oportunidad y, en base a su testimonio es que sabemos qué fue lo que vio, tal vez lo último que vio, ya que algunas versiones cuentan que su ceguera fue producto del deslumbramiento que le produjo dicha contemplación.
¿“Cómo transmitir a los otros lo que mi temerosa memoria apenas abarca? (…). En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables, ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto (…). Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo.
Vi a ‘Capote’ De la Mata hacer, a pura gambeta, su memorable gol a River. Vi a ‘La Máquina’, a Juan C. Muñoz, al ‘Charro’ Moreno, al ‘Maestro’ Pedernera, a Angelito Labruna, y a ‘Chaplin’ Loustau, a los cinco, todos en uno. Vi a ‘Mamucho’ Martino, con la camiseta de la Selección, hacerle aquel famoso gol de América a Máspoli, que definió el Sudamericano del ‘45. Vi algunos de los mejores goles de ‘Tucho’ Méndez, de Antonio Sastre, del ‘Nene’ Sanfilippo. Vi al Trío de Oro, Armando Farro, René Pontoni y Rinaldo Martino pasear su fútbol por las canchas de España y Portugal. Vi el gol de Ernesto Grillo a los inventores del fútbol en su versión más perfecta. Vi al ‘Loco’ Corbatta descosiéndola como en sus mejores tardes. Vi al ‘Cabezón’ Sívori, con las medias bajas, deslumbrando con su zurda a los italianos. Vi todo el potrero del ‘Chueco’ García, del ‘Loco’ Houseman, del ‘Negro’ Ortiz. Vi al ‘Bambino’ Veira y su hermosa pegada con el pie izquierdo, divertirse junto a los otros Carasucias: el Loco’ Doval, el ‘Nano’ Areán y Victorio Casa.
Vi a Alfredo Di Stéfano y a Ermindo Onega desparramando calidad. Vi a los Carasucias, Corbatta, Maschio, Angelillo, Sívori y Cruz, deslumbrar en el Sudamericano del ‘57 en Lima. Vi a ‘la Bruja’ Verón marcar su golazo al Palmeiras en la final de la Libertadores. Vi la cintura, la magia, la gambeta de Ángel Clemente Rojas, ‘Rojitas’. Vi hasta el empacho a aquel Huracán del ‘73 y su delantera “como las de antes”. Vi al ‘Bocha’ tirando paredes y desairando defensores contra Talleres (de Córdoba), contra Peñarol; definiendo sobre la salida de Zoff. Vi al ‘Beto’ Alonso hacer el gol que no hizo Pelé. Vi a ‘Miguelito’ Brindisi mejor acompañado que nunca. Vi al ‘Monstruo’ del ‘Pato’ Fillol y al ‘Loco’ Gatti tratando de atajar lo imposible. Vi al ‘Matador’ Kempes derrochar habilidad y coraje frente a los holandeses. Vi a Passarella, el ‘Gran Capitán’ alzar la Copa del Mundo…
Vi todo eso y lloré, porque mis ojos, que habían visto esa especie de objeto secreto, parecen apagarse irremediablemente, parecen no querer volver a abrirse, como si pugnaran por retener eternamente esas imágenes, como si supieran que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme…”.
Si bien en aquella fría noche el relato de ese deslumbramiento, de esos momentos inolvidables, se me asemejó a un gran desfile de efemérides futboleras, me cautivó la idea -aunque creyera que era producto de la imaginación de mi viejo- que existiera alguien o algo que desafiara al tiempo y pudiera encerrar toda la magia que depara el fútbol.
Este relato nutrido de algunos elementos fantásticos, especie de antología futbolística, como tantos otros que me han sido narrados, se vincula con aquellas palabras del “Flaco” Menotti que repasábamos al comienzo. Lo que hacía mi viejo cada noche, a su manera, era rendirle un homenaje, su homenaje, al viejo y querido fútbol argentino.
A decir del anciano, ese mundo indescifrable, ese universo prácticamente inaccesible que contenía los genes, la esencia misma del fútbol criollo, y al que sólo él tuvo acceso, estaba ubicado en el sótano de una casa de la calle Garay, en el barrio de Constitución.
Algunos años después, ya fallecido mi viejo, pude comprender el porqué de ese relato a modo de gran síntesis, de compendio del fútbol, el porqué de aquel esfuerzo por describir lo indescriptible.
Esa necesidad de transmitir su vivencia, ese deseo por encontrar, por hallar las palabras, los conceptos precisos, las imágenes exactas, lo llevó a intentar aunar dos universos aparentemente antagónicos: la literatura borgeana con el fútbol. Ahora estoy seguro de lo que vio mi viejo. Había visto “el Aleph”. El “Aleph futbolístico”. Había descifrado la escritura del dios, sólo temía que su memoria no le fuera lo suficientemente fiel. Ahora lo entiendo.
Yo también alguna vez, además de abrigarlo, tendré que contarle a mi hijo que vi jugar a Maradona.
Nota
1- Galeano, Eduardo: El fútbol a sol y sombra. Buenos Aires. Catálogos. 1995.
Fuente: Revista Haroldo(revistaharoldo.com.ar).Foto Diego Armando Maradona en la final del Mundial del ´86. Ilustración del artista plástico español Roskow. (taringa.net)
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