A 56 años de la histórica rebelión obrero- estudiantil, publicamos esta crónica escrita por el reconocido periodista y escritor Francisco “Pancho” Colombo. Cuenta cómo vivió el acontecimiento en la redacción del diario vespertino Córdoba y sus adyacencias. Las nuevas generaciones deben abrevar en los grandes.
Por Francisco “Pancho” Colombo*
El grupo de manifestantes apareció por la calle Rioja y en la esquina de la Avenida Gral. Paz, tomó por ésta rumbo al río, dudando unos instantes qué hacer. Eran 14 o 15 hombres y una mujer, jóvenes y de mediana edad. Todos vestidos de ropa diaria. Gente de trabajo, como decía por esos días una insistente publicidad de una marca de neumáticos. Se los notaba algo cansados, seguramente habían estado desde temprano en ese hervidero que era el centro de la ciudad y ahora estábamos en el comienzo de la fiesta.
El sol ingresaba sin pedir permiso, de a poco, por la puerta ancha del diario Córdoba situado en la Avenida Gral. Paz 410, espacio que hoy ocupa una oficina de Telecom. Se empezaba a vivir la calma insegura que prosigue a todo suceso que nos sorprende e intuimos cargado de gravedad y trascendencia.
Desde la víspera se pensaba que sería un día movido, pero no tanto. Se asistía ‘sin saberlo’, al nacimiento de un día histórico. Todos los días son históricos, pero en algunos, toda la carga social se concentra y explota igual que un volcán.
Habíamos trabajado toda la mañana en medio de los gases lacrimógenos, dado que algunos proyectiles cayeron sobre el techo, rompiendo la estructura de vidrio que daba luz natural al patio interno de la redacción. La tarea de las diferentes secciones no se detuvo y para combatir los gases tuvimos que cometer un acto que ningún periodista puede hacer: quemar diarios y a través de pequeñas fogatas disminuir los efectos de los gases.
Otra vez tenía razón el director del diario, don José W. Agusti, quien afirmaba a modo de táctica empresaria a favor de su vespertino que los hechos más importantes del mundo acontecen durante el día. Y ahí estaba un botón de muestra: ofrecer en las páginas de su diario de esa tarde el bramido del Cordobazo, con fotografías únicas. ¡Qué primicia!
Ya no estaba la multitud en la esquina de General Paz y Rioja, que hasta una hora antes se había adueñado de borde a borde, como tantas otras esquinas que mostraban racimos de manifestantes y sorpresivos activistas que con rapidez hacían añicos las vidrieras o lanzaban una botella para iniciar el incendio. Justamente en esa esquina, calle de por medio de la Casona Municipal, enfrentada cara a cara con el diario Córdoba, estaba aún de pie el viejo edificio del Colegio Nacional Deán Funes- donde cursó el bachillerato un argentino famoso: Ernesto Guevara, el Che. Fui a la puerta a respirar un mejor aire y a observar que movimientos había en la calle, porque en esta tarea nos sumábamos.
Entonces vi la avenida vacía, como una playa abandonada, con restos de maderas, tirantes que se utilizaron para cerrar las calles a mitad de cuadra algunas cubiertas aún humeantes, mitades de ladrillos, hojas de diarios y revistas, que los habitantes de los edificios arrojaban como muestra de colaboración para que los manifestantes combatieran los gases lacrimógenos, también algunas piedras y etiquetas de cigarrillos vacíos. De pronto, nadie. Cada tanto se escuchaban ruidos lejanos, como disparos de grueso calibre.
En ese momento apareció un grupo de manifestantes, sin un grito, sin una palabra sin una palabra, con esa mujer rubia de estatura mediana más bien baja, fuerte y resuelta. El aire de la tarde jugaba a peinarle su cabello que lluvioso descansaba apenas sobre sus hombros. Pasando frente a la puerta del diario, sin hablar y sin comunicarse entre ellos.
Se dirigían a la esquina de Gral. Paz y Humberto Primero, donde horas antes, otro grupo de manifestantes quemó automóviles que retiraron desde la actual playa de estacionamiento, ubicada en la tercera cuadra de la mencionada avenida. Reitero, eran catorce o quince manifestantes y esa sola mujer, quien se distinguía por su movimiento ágil y decidido.
Llevaba su mirada en alto, como si sus ojos fueran una bandera que sus compañeros debían seguir. Su respiración era visible, se alimentaba de aire, de sol, de las voces que hasta hacía unos minutos gobernaban el lugar que ahora ocupaban sus pies. Esas voces que, en ese momento, que ahora en mi reloj, eran como islas lejanas, cada vez menos perceptibles. Daba la sensación que el grupo estaba desorientado. Giraba su cabeza alrededor de su cuello, cual un girasol. Su vitalidad avisaba que por su sangre corría un maravilloso río de sangre. Su boca producía palabras, frutos y flores; y esos sonidos tenían esencias porque a los hombres de ambos costados se alimentaban de sus palabras. ¿Quién era esa mujer? ¿Cuál era su nombre? Su respiración -supongo- era visitada por el oleaje del mar, y la lluvia constante que hace feliz a la tierra. Ahora pienso que a su corazón llegaban los sones del yunque de su abuelo, si es que el abuelo hubiera sido herrero; el paso del viento desbocado, si es que, siendo niña campesina, alguna vez enfrentó a la tormenta, en la intemperie o bien, recordaba el saludo matinal “¡Hasta luego!”, dicho hace un par de horas por su madre y sus hijos, en lo profundo de la pobreza familiar.
¿Cómo era su rostro? No lo puedo dibujar. Recuerdo su cabello rubio, cabello de espiga y atado con una vincha marrón cual haz de espigas. Fue todo tan rápido, tan inexorablemente sorpresivo que todo sonaba a nuevo, por eso no puedo agregar nada más. De su fuerza interior, sí que recuerdo. Se alzó como quien planta un árbol y siguió adelante, como una espiga hecha bandera. Dio otro paso adelante, luego otro, como quien inicia una danza. Allá en el fondo, sobre la calle Humberto Primero apareció, y se detuvo un viejo ómnibus Leyland, reciclado transporte de la Brigada de Infantería de la Policía.
El largo vehículo, pintado de verde como un lagarto, parecía más grande que una fortaleza rodante. Sus dos puertas -delantera y trasera- se abrieron y desde sus escalones bajaron apresuradamente dos columnas movedizas y pesadas de agentes policiales, de talla alta y robusta, con ropa de combate que los hacía de mayor tamaño y tanto las escafandras como las escopetas lanza-gases que portaban, les permitía crear una actitud y naturaleza de mayor agresividad.
Los agentes policiales y soldados de Infantería formaron una fila, una muralla, con tanta diligencia, que sin lugar a dudas ese movimiento debió ser ensayado en agotadoras jornadas de ejercicios físicos. Con el ómnibus reciclado en carruaje de asalto, a sus espaldas y a la orden de un superior, cuya metálica voz rompió el silencio hueco de ese instante, los dieciséis hombres armados avanzaron sobre la avenida General Paz, ocupándola de vereda a vereda, repitiendo las secuencias que vemos en las películas de guerra norteamericanas, donde sus pelotones siempre avanzan triunfantes.
Miraban este espectáculo en el mapa de la República Argentina, dibujado en mosaicos de colores suaves en la pared del Automóvil Club Argentino –que se destaca por la rareza de incluir el ex territorio nacional de Los Andes, hace décadas repartido en las provincias de Salta y Catamarca- y el frontispicio de la Escuela Alberdi, donde se lee en letras grandes -elaboradas con el mismo material de su revoque- esta leyenda que pocos cordobeses tienen en cuenta “Libert Libert”.
La verde muralla humana inició el avance como una compacta marea. Por su vestimenta y pesados movimientos, sus integrantes se asemejaban a los invasores marcianos o de otro planeta. Avanzaban en cámara lenta.
Los manifestantes habían alcanzado en esos segundos, que parecían eternos, el portón del diario- diez metros más, hacia el Rio Primero. La aparición, en la otra esquina, del ómnibus guerrero, los soldados infantes y gigantescos – creaban una sensación similar a una batalla estelar- , algo emparentado con La guerra de las Galaxias. Ese sentimiento atravesó muy pronto a los manifestantes que, indecisos se quedaron pegados al piso y al unísono, sus dos extremos, lentamente comenzaron a retroceder.
El grupo de trabajadores que hasta el momento formaba una hilera armónica – cual bandada de pájaros- quedó roto. Dicen que el pájaro que va en el medio de la bandada es el que guía al resto, es la quilla de la nave, asimismo su timón. Eso sucede cuando sus plumas gozosas vuelan entre las nubes y el cielo libre. Cielo para cantar con toda la voz del alma.
Algo de eso ocurrió por aquí, porque la mujer no sintió lo que percibieron sus compañeros. Continúo caminando como si aquella verde muralla que daba miedo porque era real, y no un fragmento cinematográfico fuera la línea de césped, de ese césped que en algunos barrios adorna con su pincelada generosa las veredas.
Asta y bandera a la vez, toda en una. Asta en una punta de flecha, la mujer rubia siguió, su ritmo de danza futura, sobre el asfalto de la avenida, se adelantó sola, cual proa de una nave. Sus dos compañeros más cercanos, elásticamente se agacharon y tomaron trozos de ladrillos, piedras del suelo y se pusieron a su lado. Se jugaron para escoltarla, para eso era bandera. Una espiga. En un cerrar de ojos el grupo de manifestantes se reagrupó y retornó a ser una bandada de pájaros en pleno vuelo. Se armó con piedras y pedazos de ladrillos, esos proyectiles que ofrecía la Naturaleza desde hace miles de años.
En la otra mitad de la cancha, la muralla verde crecía, llegando sólidamente hasta el frente de la Asociación Mutual Española, ubicada al 479 de la mencionada avenida se quedó ahí fija, estruendosamente paralizada, apuntando con sus asustadoras armas hacia esos obreros que, animados por una fuerza eléctrica, avanzaban hacia ellos sin importarles nada de nada, absolutamente nada o quizá – paradójicamente- todo.
Sobre sus propios ojos reconstruyeron la línea de combate, actitud que no había sido ensayada y que ahora y ahora desde el fondo de la memoria de cada uno, el instinto los inducía a seguir adelante, pasado el primer escalofrío de miedo, del temor, de esa angustia que se sienten en esas circunstancias…Los obreros, empujados por una ráfaga primaveral de la historia, que les hizo levantar del primer susto, se observaron a sí mismos doblemente fuertes, seguros, corrieron hasta donde estaba la compañera avanzado con el cabello al aire, sus manos listas, una piedra en cada plato de la balanza como cubriendo un bebé invisible en su pecho, casi la figura todopoderosa de la madre del escultor Alberto Barral, que se levanta en una plazoleta , en la ciudad de Deán Funes; y con su nombre a cuesta, con su apellido al hombro, desde su anonimato aceptado le daba una puntada al tejido de la historia.
El final estaba cantado, sin embargo, no fue así lo ocurrido. Lo que sucedió no estaba, pienso, en la mente de ninguno de sus protagonistas, ni de éste ni de aquel bando. Allá, en la otra punta, la muralla verde quedó definitivamente detenida, seguramente por la orden que no se escuchó. Sus integrantes dieron la espalda a los manifestantes, que ya habían comenzado a arrojar piedras y trozos de ladrillos, avanzando protegidos por sus uñas, sus dientes, sus corazones, sus infancias, sus esperanzas y el fósforo de sus huesos…
Los policías corrieron apresuradamente – esta vez- velozmente hacia el interior del ómnibus verde en dos filas, una ingresó por la puerta trasera y la otra por la puerta delantera, tal cual habían descendido y huyeron rápidamente.
* Fue periodista, poeta y escritor; falleció el 1° de febrero de 2023 a los 89 años de edad. Nota publicada en 2018, rescatada del muro de Facebook de D.K. Foto principal: Nilo Silvestroni.
Acerca del autor
Pancho Colombo nació en Wenceslao Escalante (Médano de las Cañas, Córdoba) en 1933. Trabajó en el diario Orientación dirigido por Antonio Sobral y también en el Córdoba y La Voz del Interior. Dirigió la Revista Umbrales del Cispren y fue miembro de la comisión directiva del sindicato. Realizó ensayos de investigación histórica relativos a temas cordobeses. Fue colaborador de la Revista Laurel. Integró la Primera Muestra de la Poesía de Córdoba, antología colectiva 1966, cuentos incluidos en Narradores de Córdoba 1978; Córdoba Narra 1980; Cuentos de la Cañada 1983. Ha publicado el libro de Los Elogios; La madre y el padre; (Poemas 1982); Los oficios del hombre; las Cuatro estaciones en 1987; un libro de poesía en coautoría con Pablo Ponzano (999) entre otros. Hito fundamental en la historia de la literatura de Córdoba con la fundación del Taller del Escritor, grupo por donde pasaron importantes figuras de las letras cordobesas: Daniel Moyano, Susana Cabuchi, Julio Castellanos, Daniel Vera, Susana Aguad, entre otros. (Daniel Klocker).
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