Nunca quiso ser una estrella de cine. Lo suyo era apropiarse del personaje que le asignaran. Ser el actor que mejora cualquier película en la que aparece.
Por Ernesto Diezmartínez*
“Tú nunca serás ‘el chico de al lado’. De hecho, no parece que alguien pueda vivir tranquilo estando tú al lado”. Palabras más, palabras menos, eso le dijeron alguna vez al joven actor Donald Sutherland (1935-2024) cuando un productor le negó cualquier posibilidad de interpretar al personaje protagónico en alguna comedia romántica. A botepronto, aquel cruel veredicto podía sonar como la durísima sentencia de muerte de una futura carrera cinematográfica, pero resultó ser todo lo contrario. Todas las características que lo alejaron de ser un serio competidor de su contemporáneo Robert Redford, lo acercaron a ser quien realmente fue: uno de los actores más talentosos y versátiles de su generación, ese tipo de intérpretes que suelen aparecer en papeles secundarios y que con su sola presencia elevan cualquier película pero que, igual, pueden encarnar al personaje protagónico cuando sea necesario o, incluso, ¿por qué no?, asomarse en una sola escena, recitar con autoridad inapelable un encadenamiento de monólogos durante 15 minutos para luego abandonar el encuadre, dejando una huella imposible de borrar.
Esto sucede, de hecho, en JFK (Stone, 1991), cuando Donald Sutherland, en el papel del anónimo Mr. X, le devela y revela al estupefacto fiscal Jim Garrison (Kevin Costner) –y a nosotros, de pasada–, punto tras punto, detalle tras detalle, todos los hilos de la oscura conspiración por la cual fue asesinado el presidente John F. Kennedy. Es muy probable que todas esas teorías conspirativas explicadas por Mr. X no tengan el menor de los sentidos, pero Oliver Stone se sacó la lotería al tener en pantalla a Donald Sutherland explicándolas: en cuanto escucha y ve al actor canadiense en el encuadre, el espectador es hipnotizado por la cadencia con la que dice sus líneas y es atrapado por la seguridad de su penetrante mirada. No hay salida alguna: le crees porque le crees.
Nacido en un pequeño pueblo de Nueva Escocia, en donde permaneció desde su niñez hasta terminar la preparatoria, Sutherland tuvo desde el inicio el deseo de comunicarse con los demás de alguna manera. A los 14 años leía noticias y programaba música en una estación de radio local y soñaba con ser un artista plástico, aunque muy pronto renunció a esta posibilidad por un arranque de feroz autocrítica, cuando vio que todo mundo elogiaba un dibujo de Winston Churchill que él había hecho y que él mismo consideraba muy mediocre. Estudió ingeniería y actuación en la Universidad de Toronto, se graduó de las dos carreras y, luego de participar en algunas piezas teatrales juveniles, cruzó el Atlántico. Se matriculó en la Academia de Música y Arte Dramático de Londres y una vez graduado, en 1960, empezó a picar piedra, tomando cualquier papel, por más insignificante que fuera, en la televisión británica. Así le llegó la oportunidad de interpretar no uno, sino ¡tres papeles! en una baratona cinta italiana de horror protagonizada por Christopher Lee, Il castello dei morti vivi (1964), codirigida por un tal Warren Kiefer, un desconocido artesano fílmico a quien Sutherland le estuvo tan agradecido de haberle dado ese primer empujón, que un par de años después bautizó a su primer hijo con su apellido.
No pasó mucho tiempo para que Sutherland pasara de la televisión británica y la industria italiana a Hollywood: su pequeño papel de joven psicópata en la seminal cinta de acción Doce del patíbulo (1967) creció considerablemente cuando el director Robert Aldrich constató que ese larguirucho muchacho de 1.93 de estatura, ojos caídos y voz levemente nasal no estaba hecho para ser un mero actor de cuadro. Como le dijo su mamá a Sutherland en alguna ocasión, cuando era apenas un adolescente: “no serás muy guapo, pero tu rostro tiene carácter”. Aldrich lo notó de inmediato y decidió otorgarle a su personaje varias líneas adicionales de diálogo que Sutherland aprovechó al máximo.
Tres años después, Sutherland ya protagonizaba sus dos primeras películas hollywoodenses, las dos comedias, aunque de muy distinto tipo: la dispareja farsa histórica ubicada en plena Revolución francesa Start the Revolution without me (Yorkin, 1970), al lado de Gene Wilder, y el clásico bélico-satírico M.A.S.H. (1970), de Robert Altman, una de las varias obras maestras en las que participó. Lo curioso es que si se analiza con cuidado la extensa filmografía de Sutherland –dos centenares de piezas, entre filmes, películas para televisión y hasta episodios de series televisivas incluyendo su inevitable cameo vocal en Los Simpson–, uno se da cuenta que el actor nunca quiso, porque nunca lo intentó, ser una estrella de cine. Lo suyo era encarnar al personaje que le asignaran y convencer al espectador de que él, ese que estaba viendo en la pantalla, era real. De hecho, cuando recibió el Oscar honorario por su trayectoria en 2018 –aunque parezca increíble, no fue nominado en una sola ocasión–, Sutherland agradeció, además de los directores con los que trabajó –de John Schlesinger a Federico Fellini, de Robert Aldrich a Nicolas Roeg, de Bernardo Bertolucci a Otto Preminger–, a todos los personajes que él había interpretado hasta ese momento, como si esas invenciones fílmicas fueran reales y él las hubiera tomado prestadas para hacerlas personales, para enriquecer su vida, como dijo en el emotivo discurso que ofreció esa noche.
A partir de ese afortunado 1970, la carrera de Sutherland florecería y decaería en las siguientes décadas, sin un patrón reconocible ni constante. Tendría su buena dotación de protagónicos en filmes que luego ganarían estatus de clásicos –el rudo detective citadino de Mi pasado me condena (Pakula, 1971), el marido devastado por la pérdida de su hijita en la inquietante Venecia rojo shocking (Roeg, 1973), el científico que enfrenta una invasión extraterrestre en Los usurpadores de cuerpos (Kaufman, 1978)–, dotaría de dignidad dramática a las típicas películas hollywoodenses oscareadas/oscareables –su padre comprensivo en el buen melodrama familiar Gente como uno (Redford, 1980), por ejemplo– y aparecería en decenas de cintas de todo tipo, de todo calibre, algunas notables, otras francamente olvidables, aunque él nunca lo fuera. Y es que en cuanto Sutherland aparecía en pantalla, era claro que no solo cualquier película se beneficiaba de su presencia: los espectadores éramos –somos, más bien– los beneficiados.
Tómese de ejemplo, nada más, Marea de fuego (1991), aquella sobreproducida película de acción con Robert De Niro en piloto automático y William Baldwin, la promesa que nunca resultó, a su lado. Hay una escena de cuatro minutos en el que Donald Sutherland interpreta a Ronald Bartel, un convicto y compungido pirómano que está buscando la libertad bajo fianza. Lo que inicia como una aparente confesión de culpas y arrepentimientos se transforma en algo completamente distinto cuando el personaje de De Niro empuja a Bartel a que diga lo que realmente piensa y siente: lo que realmente es. El cambio es apenas perceptible y, al mismo tiempo, abrumador: el pirómano de Donald Sutherland sonríe tímidamente, esconde la mirada, se revuelve en su silla hasta que termina aceptando, sin un solo parpadeo, mirando fijamente con esos ojos fríos y azules, que lo que quiere él es quemarlo todo. Uno se estremece porque uno le cree al personaje de Sutherland y porque, además, es imposible dejar de verlo.
En esta escena uno entiende la verdad contenida en aquel lejano juicio del productor. En efecto, Sutherland nunca fue “el chico de al lado”, porque siempre estuvo hecho para cosas mayores. Para ser el actor de al lado, ese que mejora cualquier película en la que aparece. Ese que mejora nuestra experiencia de ver cine. ~
*Crítico de cine, mexicano, desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey. Fuente: Letras Vivas, revista de crítica y creación, fundada en 1999, heredera de la tradición y el ánimo de la revista Vuelta fundada por Octavio Paz. Foto Globe Photos via ZUMA Wire.
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