Detrás del perfume de la revolución

Comenzó en Córdoba un nuevo juicio por crímenes de lesa humanidad y entre las víctimas se encuentran cuatro estudiantes de la ex Escuela de Ciencias de la Información (UNC). La periodista María José Quiroga recuerda cómo fue habitar esas aulas en los 70, entre el deseo de transformarlo todo y la persecución feroz de la dictadura.

Por María José Quiroga*

Tenía un poco más de 20 años y un hijo que todavía no había cumplido cinco meses, esa mañana de marzo de 1979 cuando entré al edificio de Caseros y Vélez Sársfield, en pleno centro cordobés. Entre el alumnado que poblaba el hall de ingreso, al lado de la entrada al auditorio, estaba él. Nos miramos a los ojos durante un breve instante interminable. Elegí creer que no me había reconocido. Pero supe, al mismo tiempo, que no iba a poder volver a ese lugar.

¿Qué buscaba yo ese día? Quienes fuimos estudiantes universitarios en la década del 70 y sobrevivimos a la última dictadura cívico militar -escabulléndonos en las grietas del sistema- sufrimos la pérdida de una parte importante de nuestras vidas, de nuestros lazos, de nuestros afectos y hasta de nuestra propia identidad.

Yo integré, a principios de 1972, un numeroso grupo de estudiantes matriculados en la flamante Escuela de Ciencias de la Información (ECI) y, simultáneamente, me había inscripto para cursar el profesorado de Inglés en la Escuela de Lenguas, ambas de la Universidad Nacional de Córdoba. A la ECI se le destinó el moderno edificio de la esquina citada en el primer párrafo, que fuera originalmente construido para el Instituto Argentino de Intercambio Argentino Norteamericano (IICANA). Lenguas, por su parte, que no tenía local propio, impartía sus clases en el turno noche en las aulas del Colegio Nacional de Monserrat.

Llevé, como pude, las dos carreras hasta que una noche de fines de 1975 una docente del Traductorado comentó alborozada que, por fin, la Escuela de Lenguas tendría su edificio propio. Cuando dio la dirección, creo que hasta la insípida profesora de fonética se dio cuenta de mi súbita palidez. Esa noche me enteré de que cerrarían Ciencias de la Información (en su lugar, comenzaría a funcionar Lenguas). Lo que no supimos sino hasta algún tiempo después era que la dictadura de 1976 iba a producir “la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje”, como sentenció el informe Nunca Más de la Conadep en 1983.

Aquella mañana del 79, lo que yo buscaba era recuperar algo de aquel pasado como estudiante universitaria, retazos de aquella parte de mi vida que me habían arrebatado. Me parecía peligroso retornar a la ECI, trasladada a principios del 76 al antiguo edificio de la Guardia de la Ciudad Universitaria. Resolví entonces retomar la disciplinada carrera de Inglés, en una unidad académica donde nunca había habido un centro de estudiantes, de la que yo ni recordaba los nombres de los demás alumnos y donde no había revelado -jamás- que yo cursaba paralelamente Ciencias de la Información.

No pude volver. Ingresar al edificio de la ex ECI, fue un flash back: el no docente que recibía afablemente a los estudiantes de idiomas era el mismo que -pocos años atrás- retenía las libretas de los alumnos de la ECI y las entregaba al Tercer Cuerpo de Ejército. No me acuerdo de su nombre; nunca me voy a olvidar de su apellido. Se llamaba Báez y formaba parte del batallón de servicios infiltrados en la universidad previa a la dictadura.

Entre la teoría y la práctica

El comienzo de nuestros estudios en la ECI no nos encontró sentados en los bancos del aula magna, nos reunió en la calle, como no podía ser de otra manera. La apertura anunciada para el primer cuatrimestre del 72 se postergó hasta después de julio y, en ese lapso, nos juntábamos en la puerta del edificio, concurríamos con carteles a los Recitales Populares de Radio Universidad en el club Atenas y hasta fuimos parte de un gran acto frente al Pabellón Argentina que terminó con corridas y gases en Barrio Güemes, escapando de la policía que nos había emboscado en la Av. Vélez Sársfield. Yo, una adolescente en minifalda que acababa de terminar el secundario, participaba deslumbrada en aquellas gestas.

 

“En las cátedras de la ECI, por obra de la alquimia que permitía el liberalismo de su fundador y director -el profesor Adelmo Montenegro- convivíamos, no siempre pacíficamente, titulares de cátedra foráneos, conservadores política y teóricamente, con adjuntos y jefes de trabajos prácticos formados en las mejores experiencias críticas de la década de 1960 en nuestra Universidad. Y se mezclaban también en esas cátedras los portadores de los saberes del oficio -notables y no tan notables periodistas cordobeses y porteños- y los que, desde la academia, buscábamos pensar la comunicación desde variadas perspectivas y disciplinas: las letras, la filosofía, la semiótica, la historia, el derecho”(1). Esta descripción de la querida Marita Mata quizás sea la síntesis más precisa de lo que fue el cuerpo docente de nuestra escuelita en el momento de su nacimiento.

Así, la experiencia académica fue dinámica, rica, contradictoria, compleja. A las teorías funcionalistas de la Comunicación de Lazarsfeld y Merton se oponía la visión crítica de la Escuela de Frankfurt; la cátedra de Sociología incluía en su bibliografía textos marxistas junto a Las Venas Abiertas de América Latina; en Filosofía, el viejo profesor Gonzalo Casas, que terminaba siempre de dar sus clases en el Cactus (el bar de al lado), no se cansaba de explicarnos las ideas hegelianas.

Uno de los manuales de periodismo era el de Mitchell V. Charnley que, traducido en Argentina por editorial Troquel, era la biblia de los mejores axiomas del periodismo objetivo en los Estados Unidos. Discutíamos esos preceptos en la calle; cuando el 11 de setiembre de 1973 el dictador Augusto Pinochet derrocó al gobierno democrático de Salvador Allende inauguramos la corriente de Contrainformación. Con el fin contrarrestar las versiones de la prensa masiva instalamos un altoparlante y murales con noticias en la puerta de la Escuela. Las aulas se convirtieron entonces en febriles redacciones y, cada tarde, cortaban la calle cientos de cordobeses para enterarse de que “una columna al mando del General Prats marchaba desde el sur chileno para enfrentar a los golpistas”.

Después de admitir desilusionados que el General Prats nunca llegaría a liberar Santiago, debatimos en clases una fotocopia sobre experiencias de prensa contrahegémonica en distintos países del mundo. Y así íbamos… de la teoría a la práctica, de la práctica a la teoría… y de allí a la movilización. Siempre atrás del perfume de la revolución.

La Córdoba conservadora y clerical vivía entonces un momento inédito: el gobierno popular de Ricardo Obregón Cano y Atilio López, en plena primavera Camporista. Como en Arquitectura y en Trabajo Social -facultades donde, entre otras, se enriquecían los cambios académicos con la participación activa del movimiento estudiantil- creamos los Grupos de Base y ganamos el Centro de Estudiantes, hasta entonces en poder de los compañeros del Partido Comunista. Como Secretaria de Prensa en ese Centro, sólo porque me salían bien los carteles, comencé a involucrarme políticamente y a comprender la importancia de las reivindicaciones estudiantiles y populares en la transformación social.

Me gusta también, a veces, hacer memoria de nuestra vida cotidiana como jóvenes universitarios; como un campamento en Vaquerías que coincidió -desafortunadamente- con el congreso de una agrupación estudiantil de derecha que no veía con buenos ojos a este grupo, entre hippie y revolucionario, que había instalado las carpas al lado del hotel Los Nogales. Intentaron echarnos de todas formas, cosa que no fue posible sólo gracias a la providencial intervención del director de la ECI, el “Colorado” Grasso, que viajó a Valle Hermoso en su 3CV con su familia para interceder ante los directivos del complejo y garantizar que nuestro fin de semana transcurriera sin mayores altercados. Me gusta recordar los talleres de teatro de los martes a la noche en el subsuelo de la facultad con los compañeros del Libre Teatro Libre (LTL). Acordarme de cuando salíamos de clase y desembarcábamos en el Cañón Cruzado, una peña en una antigua casona de la calle Duarte Quirós. Ahí, entre guitarras y vino en damajuanas, sonaba la banda de sonido de nuestra juventud: Quilapayún, Los Olimareños y -siempre- “Aquí se queda la clara, la entrañable transparencia…”.

Un blanco a atacar

En 1974 el Navarrazo, la misión Ivanissevich y la designación del rector interventor Mario Víctor Menso, convirtieron a la provincia y a la UNC en territorios ocupados por fuerzas militares y paramilitares. La primera advertencia para la ECI ocurrió la noche del 26 de julio de ese año, cuando una patota integrada por la fracción sindical de la derecha del peronismo irrumpió en los claustros y -a punta de ametralladora- obligó a docentes y alumnos a abandonar los cursos. Nos retuvieron en el hall central obligándonos a cantar en voz alta “Ni yanquis ni marxistas, peronistas”, mientras nos intimidaban con sus armas. A partir de allí se sucedieron varios episodios violentos. Habíamos bautizado a la ECI como “Héroes de Trelew”, después del asesinato en la Base Almirante Zar: un atardecer nuevamente interrumpió las clases una banda de tres o cuatro individuos armados para arrancar el cartel que le daba nombre a la escuelita.

Ya en 1975, con el Comando Libertadores de América persiguiendo y asesinando dirigentes y militantes populares, el presagio de los peores tiempos se instaló en la ECI. Los cursos se fueron diezmando y no fuimos pocos los que ya en ese año dejamos de asistir, ante el peligro cierto de terminar presos al salir de clases o de una asamblea. La presencia de las fuerzas de seguridad era ostensible, tanto en la puerta del edificio como en los bares cercanos, donde solíamos encontrarnos. Yo, que había ralentizado mis estudios de inglés, volví a cursar en la Escuela de Lenguas, donde todavía me sentía relativamente segura.

En enero de 1976 secuestraron al joven profesor de Filosofía, Humberto Annone. Se convirtió así en el primero de un grupo de más de 50 compañeros y compañeras de la ECI que fueron encarcelados, secuestrados, desaparecidos, muertos, fusilados y torturados. Ya en marzo de ese año, muchos estaban presos y muchos otros habían optado por alejarse de los claustros e invisibilizarse ante la amenaza de la represión, o directamente partir al exilio. La ECI, como los departamentos de Cine y de Teatro de la Facultad de Filosofía, fue cerrada.

En estos días comienza un nuevo juicio por crímenes de lesa humanidad en los Tribunales Federales de Córdoba. Entre las 43 víctimas se encuentran, como ocurrió también en anteriores juicios, compañeros y compañeras de la Escuelita (2). Todos ellos y todas ellas son quienes nos contemplan serenamente desde el mural de la memoria que muchísimos ayudaron a reconstruir y emplazaron en una de las paredes de la actual Facultad de Ciencias de la Comunicación. Allí están esos rostros jóvenes y esos nombres queridos, extrañados, o apenas vislumbrados, entre todos quienes protagonizamos la historia de esa unidad académica en los 70. “Recordarlos es una forma de decirnos a nosotros mismos que ellos y los sueños que compartimos siguen estando pendientes”, dicen los compañeros Liliana Arraya, Eugenia Monti y Julio Ataide en una nota periodística. Y acaso la memoria de la ECI y la de nuestra propia participación en esa generación de universitarios sea también una tierna manera de traerlos nuevamente a nuestro lado.

*  Licenciada en Ciencias de la Información (UNC)  nota publicada por eltajo.com.ar|Fotografía: archivo personal de Leticia Ragiotti, docente de la FCC (UNC) e integrante de la comisión que reconstruyó las memorias de la represión en esa institución.

Notas

(1) Escuela de Ciencias de la Información. Las marcas del Origen, María Cristina Mata. Publicado en UNC 400 años. Historia y Futuro.

(2) Entre las víctimas de este juicio se encuentran Adriana María Díaz Ríos de Soulier (22 años), secuestrada en barrio Villa Páez el 15 de agosto de 1976 con su marido Juan Carlos Soulier (23) y Sebastián, su bebé de cinco meses, que luego fue entregado por los represores a la familia y hoy es uno de los querellantes de la causa “Diedrichs”. También integran la nómina de víctimas Yolanda Mabel Dámora Delgado (21) y José Alberto García Solá (23), secuestrados el 11 de mayo del 76 en Alta Córdoba, y Graciela Haydee Torres (22), secuestrada el 29 de junio de 1976 en su casa de barrio Observatorio y asesinada el 8 de julio cerca de la localidad de Tanti. García Solá y Yolanda Dámora eran conocidxs estudiantes de la ex ECI (UNC) y Díaz Ríos y Torres por lo menos estaban inscriptas (fuente: Portal de Contenidos QUÉ de la Facultad de Ciencias de la Comunicación – UNC)

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