En enero de 1966, Rodolfo Walsh, junto al fotógrafo Pablo Alonso, enviados por la editorial Abril, viajaron al litoral con el objeto de indagar sobre distintos aspectos de la cultura popular tema propuesto por el periodista. Recorrieron Corrientes, Misiones y Chaco. Prensared reproduce esta crónica magistral con el sello del autor, padre del periodismo de no ficción, donde describe y expone los contrastes sociales de la celebración.
Por Rodolfo Walsh*
Corrientes: Momo se moja los pies
Boschetti miró al cielo y dijo: – Con tal que no llueva. Parecía preocupado. –Si la luna se hace con agua –agregó–, estamos perdidos. Desde setiembre a febrero había llovido día por medio en Corrientes. Había grandes zonas inundadas y las pérdidas eran tremendas: 90% del algodón, 60% de tabaco, 80% de arroz. Pero lo que desesperaba al señor Boschetti era la posibilidad de que las lluvias arruinaran, además, el carnaval. El próspero comerciante en farmacia y presidente de la comparsa Ara Berá no estaba solo en esa inquietud. Lo acompañaban decenas de organizadores, centenares de comparseros, millares de espectadores. En vastos galpones crecía un mundo de figuras mitológicas de yeso y de papel maché; los talleres de electrotecnia armaban para las carrozas centenares de tubos de cristal; de las tiendas a la calle se derramaban cascadas de lentejuelas y canutillos, arroyos de strass, perlas y piedras de colores. Las modistas y bordadoras profesionales no daban abasto y legiones de madres de familia cosían hasta altas horas de la noche. Este frenesí encontraba chica la ciudad, se extendía a Buenos Aires donde pagaba 5.000 pesos el metro de lame francés; a Brasil, de donde importaba los últimos instrumentos de percusión para las escuelas de samba, o los más ruidosos fagüeles; a Alemania, de donde viajaba un grupo electrógeno comprado especialmente para iluminar una de las carrozas. Alentando esa fiebre, en cada casa, en cada barrio, en cada oficina pública palpitaba una conflagración que comprometía a la ciudad entera.
BARBUDOS EN EL GALPÓN
–Los odio –dice la muchacha–. Los mataría. Los quemaría. Sus labios tiemblan y en sus ojos oscuros arde una pasión furiosa. Se refiere, por supuesto, a la comparsa rival. Durante enero y febrero el curso normal de la vida se detiene en Corrientes. Familias unidas por vieja amistad dejan de visitarse, noviazgos se rompen, negocios se suspenden, la agria política desaparece y una imponente ola de rivalidad, excitación, entusiasmo, sacude a la hermosa ciudad. Protagonistas de esa lucha son las dos grandes comparsas que en seis años han resucitado el carnaval correntino para convertirlo en el más suntuoso, contradictorio y –por momentos– divertido espectáculo del país. Ara Berá y Copacabana libran una guerra que amén de la competencia específica por el triunfo incluye la rivalidad económica, el espionaje, la diplomacia, la acción psicológica, y que encuentra su símbolo final en las descargas de explosivos que en los días de corso atruenan las calles. En la campaña electoral de 1965 los partidos suspendieron toda actividad durante quince días porque sus actos no podían competir con las apariciones de las comparsas. Después, en las urnas hubo votos a favor de Copacabana y votos para Ara Berá. La división alcanza los más altos estrados oficiales. En 1966 afectó espectacularmente al Ministerio de Obras Públicas, donde el ministro Ricardo Leconte era partidario influyente de Ara Berá mientras el subsecretario ingeniero Piazza integraba la comisión de Copacabana.
Con obvia lógica la psicosis bélica llega a los cuarteles y se realimenta en ellos. Panorama presenció este año el estallido en plena fiesta de cargas de TNT y pólvora, con mechas de incentivamiento que usa el Ejército para salvas y que, desde luego, no se compran en el quiosco de la esquina porque su proveedor es la Dirección General de Fabricaciones Militares. Como las dos comparsas desplegaron análogo poder de fuego, cabe deducir que su influencia en el sector viril de la sociedad es equivalente. En el ámbito femenino, la guerra era más dulce, más material, más insidiosa. María Elvira Gallino Costa de Martínez, madre de Kalí I, reina de Copacabana, admitía haber “saqueado” las tiendas de Buenos Aires para realizar el vestuario de su hija, a un costo total de un millón y medio de pesos, solventado por el magnate naviero José G. Martínez. Diego Ruiz, comerciante en automotores, gastó apenas 600.000 pesos para vestir a su hija, Graciela, de Ara Berá.
Por la radio los adversarios se desafiaban o se burlaban sin nombrarse en audiciones cotidianas. Una sutil diplomacia llevaba a las comparsas a los bailes de los barrios más lejanos en busca de aliados o del vasallaje de reinas menores. Oficialmente nadie sabía qué temas presentarían las comparsas, qué tamaño tendrían las carrozas, cómo irían vestidas las reinas. Sobre este secreto prosperaba el espionaje y los más descalibrados rumores. Recientes símbolos de la guerra revolucionaria estaban presentes en el custodiado galpón donde el pintor y director interino de Cultura, Rolando Díaz Cabral, armaba la carroza de Ara Berá. Rolando y sus comparseros se habían dejado la barba, y amenazaban no cortársela si perdían el premio carroza. –Es un sacrificio –admitió Rolando–. En Corrientes la barba no se usa, y cuando usted sale a la calle, se expone a que le digan cualquier cosa. El estado de emergencia provincial, que el gobierno había decretado poco antes por causa de las lluvias, estaba olvidado. El estado de catástrofe pertenecía al futuro de los papeles, de los borrosos planes de ayuda, y a la entraña del Paraná que en esos días iniciales de febrero se mantenía estacionario en su altura crítica, superior a los seis metros. La ciudad, alegremente le daba la espalda.
LA ERA DE LOS SANABRIA
Inútil acordarse del carnaval de los negros –hoy nostalgia de blancos– en el barrio Cambá-Cuá, de los corsos de La Cruz, o del Monumental Salón donde se jugaba a baldazos hasta que el agua llegaba a los tobillos. Hace diez años la fiesta estaba muerta, como en el resto del país. Una cara, una frontera, de Comentes está vuelta hacia Brasil. En Libres, río por medio con Uruguayana, sobrevivían las carrozas, las comparsas, el son de los tambores.
En 1961 los Sanabria, poderosos arroceros del lugar, los llevaron a Corrientes. De este modo surgió Copacabana y con ella el Nuevo Carnaval. Fue de entrada un núcleo de gente rica, despreocupada, caté. –Somos trescientos, pero trescientos bien –dice la señora Martínez. El origen de Ara Berá es más incierto. Una versión que Copacabana propaga con evidente regocijo arguye que inicialmente fueron un grupo de “chicos” rechazados de la comparsa fundadora por su escasa edad. –Es falso –niega indignada Ara Berá–. Tuvimos la misma idea y salimos al corso la misma noche. Hasta aquí la historia con su germen de revisionismo. Olga Péndola Gallino (Copacabana) da una versión menos ortodoxa: –Las comparsas las hicimos las chicas, porque cuando llegaba el carnaval los muchachos se iban a los barrios a bailar con las negritas.
En 1961 cada comparsa cabía en un camión. Hoy, necesita tres o cuatro cuadras para desplegarse. Los treinta comparseros de Ara Berá se han convertido en 430. Los de Copacabana, en 270. (Sin contar los grupos infantiles, que duplican esas cantidades.) El precio de un traje ha subido de 170 pesos a 20.000. Para 1962, la competencia estaba firmemente establecida, con tres premios en disputa. Ara Berá ganó el de comparsa; Copacabana, los de reina y carroza. El esquema se repitió en años sucesivos, salvo un empate en comparsa en 1964. Con la competencia nació la incontenible hostilidad.
En 1962 un encuentro casual de ambos grupos (que ahora todos tratan de evitar) terminó a bastonazos en el Club Hércules. En 1964 Ara Berá, descontenta con el fallo, renunció ruidosamente al premio compartido. En 1965, Copacabana bailó de espaldas al gobernador y al jurado en la noche del desfile final. Este año la lucha debía ser a muerte. Con idéntica firmeza, Copacabana y Ara Berá anunciaban que no admitirían fallos salomónicos ni el reparto disimulado de premios. La consigna era todo o nada y, por consiguiente, el aniquilamiento del enemigo.
¿CATÉ O NO?
El mote de caté (“bien”) que el público aplica a Copacabana provoca fogonazos de fastidio en Ara Berá: –Nosotros somos tan caté como ellos, aunque ellos tengan ganas de largar más plata. Un análisis superficial indica, sin embargo, que existe una diferenciación, siquiera sea en forma de tendencia. Los directivos de Copacabana se han reclutado preferentemente en la oligarquía terrateniente de ilustres apellidos (Sanabria, Goitia, Meana Colodrero); los de Ara Berá, en la ascendente burguesía de comerciantes y profesionales. El esquema ayuda a comprender las características de ambos grupos. Ara Berá funciona todo el año con la eficacia de una empresa, ensayándose en los bailes y cobrando cuotas a sus asociados. Copacabana se dispersa el último día del corso, y un mes antes del nuevo carnaval su comisión directiva sale a juntar entre los amigos el millón que hace falta para poner la comparsa en movimiento. Los triunfos ganados antes de 1966 apuntaban en el mismo sentido. Ara Berá ha sobresalido en comparsa, trabajo de equipo. Copacabana, en carroza y reina, valores individuales. Más reveladora es la actitud del público. Pocos niegan la mayor popularidad de Ara Berá, aunque algunos la atribuyan a su nombre guaraní (“luz del cielo”). Copacabaneros sarcásticos les reprochan haber usado en sus protestas de 1964 carteles que decían “Ara Berá con el Pueblo”, permitiendo que los siguieran imprevistas muchedumbres que coreaban el estribillo, completándolo: “Y el pueblo con Perón”. Voceros de Ara Berá aceptan estos favores casi en tono de disculpa. El único que asume claramente el compromiso de la popularidad es el coreógrafo Godofredo San Martín: –Me gusta que la gente aplauda y se sienta con uno –dice–. Al fin y al cabo, el carnaval es el único espectáculo gratis que se le da a este pueblo.
REINAS VOLADORAS
Los instrumentos de la escuela de samba hicieron una brusca parada, las luces se apagaron y cinco mil personas alzaron la vista al cielo. Una enorme exclamación llenó el estadio del club San Martín. Del otro lado del muro y de la calle, un vasto pájaro blanco rodeado de globos y flores avanzaba suspendido a diez metros sobre las atónitas miradas y en él se balanceaba Graciela Ruiz (16 años, alta, rubia), vestida con un traje de raso natural rosado y adornos de plumas y lentejuelas. Después los reflectores de las fumadoras y la TV hicieron visible el aparejo que la llevaba desde un primer piso vecino hasta el escenario donde iba a ser coronada como Graciela de Ara Berá.
Sobre el redoble de tambores y el estallido de las bombas de luces, el público corea hasta la fatiga el estribillo “A-rá-be-rá so-lo” mientras Graciela sonríe y saluda y “en su corazón alocado”, como dijo un emocionado cronista de El Litoral, “bulle una fiebre demasiado preciosa, casi alada, que la embarga, y tanta beatitud que le causa su cetro, perla sus mejillas bajo el manto del nocturno estival”. A una semana del primer corso, el golpe resultó duro para Copacabana, que aún debía coronar a su reina. Se rumoreó que Marta Martínez Gallino (Kalí I) descendería sobre el estadio en un helicóptero. Se dijo que sobre las tribunas caería nieve artificial. Pero la víspera del primer corso Kalí surgió bruscamente ante sus adictos entre columnas de fuego y humo en lo alto de una tribuna, ante el mar de admiradores. Otro mar golpeaba ese 19 de febrero a las puertas de la ciudad. El Alto Paraná venía creciendo desde el 6. La onda se sintió en Corrientes el 16, cuando el río subió a 6,11. Ahora estaba en 6,40 y creciendo. En Formosa había llovido 600 milímetros y 15.000 personas estaban ya sin techo. Junto con los carnavales, se iba perfilando la más grande catástrofe del Litoral argentino.
LAS COMPARSAS EN LA CALLE
El gigantesco zurdo Maracanhá y sus hermanos menores los zurdos y los bombos marcan el ritmo de samba que colma la noche y anuncia a la comparsa. La vanguardia de artillería instala sus morteros bajo el arco luminoso que invita al Carnaval Correntino y dispara sus primeras bombas de estruendo, sus cascadas de luces que se abren en el cielo, sus salvas de foguetes Caramurú: ha empezado el espectáculo que la ciudad aguarda desde hace meses.
En trescientos palcos, doce tribunas y los espacios que dejan libres en los 1.800 metros de la Avenida Costanera, 50.000 personas aplauden. Cuando el grupo de acróbatas dirigidos por el “Gran Cacique” Godofredo San Martín hace su demostración inicial ante la tribuna de Ara Berá, el público estruja hasta el agotamiento los lemas partidarios. Frente a Copacabana, el grito que se oye es: –¡Al circo! ¡Al circo! De este modo empieza la gran batalla. Ara Berá este año es una tribu sioux en desfile de fiesta. Astados brujos y hechiceras, rosados flamencos, bastoneras multicolores abren camino al grueso de comparseros ataviados de indios: las muchachas llevan trajes bordados en lentejuelas, polleras de flecos de seda y enormes tocados de plumas; los hombres visten de raso dorado y bailan empuñando un hacha. En contragolpe con los grandes tambores, se oyen ahora los instrumentos menores de la escuela de samba, colocada en el centro: la cuica de raro sonido, los chucayos y tamborines, el cuxé y la frigideira, los panderos y el recu-recu. Siguiendo los cambiantes ritmos de samba lento, batucada o marcha, la comparsa baila desde que entra hasta que sale. Copacabana 1966 presentó una fantasía titulada “Sueño de una noche de verano” con tema de cuento de hadas que incluía el catálogo completo de las fábulas: princesas, cortesanos, aves mágicas, un rey imaginario. Su escuela de samba era más débil, su coreografía más nebulosa, su vestuario más heterogéneo. Cuando apareció la carroza, Rolando Díaz Cabral corrió a afeitarse la barba. Su optimismo era fundado, aunque todavía faltaban dos días de corso. Cada objeto estaba perfectamente terminado en la carroza construida por el carpintero Mario Buscaglia, pero la línea de conjunto (importante en un artefacto de tres acoplados y cuarenta metros de largo, tirado por dos tractores) era catastrófica; una dilatada llanura donde vagas ensoñaciones de liras y cisnes nunca terminaban de ponerse de acuerdo con otras ensoñaciones de hadas y aves del paraíso. La carroza de Rolando, en cambio, crecía armónicamente: de una verídica piragua conducida por un indio, a través de una simbólica ofrenda, hasta llegar a la embarcación real que, aunque históricamente licenciosa, daba al todo una línea sabia y ajustada. Por las dudas que alguien no reparase en tales menudencias, la carroza de Ara Berá superó en ocho metros a la de sus adversarios.
UN ROSTRO EN LA MUCHEDUMBRE
–¡Guampudo! El grito dirigido al Gran Brujo de los Sioux colmó de carcajadas la tribuna de Copacabana. Una hora después y cien metros más lejos Ara Berá se desquitaba con voces de falsete al paso de un gigantesco arlequín de ceñido traje: –¡María Pochola! Enfrentadas Costanera por medio, las tribunas 5 y 10 eran la culminación de la fiesta. Copacabana ondulaba de banderas, de pañuelos, de brazos levantados. Ara Berá agitaba un vasto letrero, ensordecía con una sirena de barco, tapaba a la escuela de samba adversaria con una campana de bronce. Sobre estos vaivenes crecían de pronto, como una marea, los encontrados nombres partidarios. Cuando el entusiasmo alcanzaba su climax, conatos de baile espontáneo desbordaban la calle. Fuera de las dos mil personas que colmaban las tribunas partidarias, la actitud del grueso del público era ambivalente. Estaban allí desde temprano, se apiñaban en las veredas, aplaudían, pero la fiesta se les escapaba. Eran espectadores del show, no partícipes de una alegría colectiva, como si estuvieran presenciando un partido de fútbol ente húngaros e italianos.
A prudente distancia, en calles vecinas, hombres vencidos, mujeres con resto de pánico en los ojos, chicos semidesnudos miraban con asombro el paso de las comparsas. Eran los primeros evacuados de Puerto Vuelas y Puerto Bermejo, sepultados bajo las aguas, que acampaban entre colchones y desvencijados roperos. Una parte del pueblo correntino desfilaba sin embargo en las comparsas menores, donde muchachas morenas que acababan de dejar el servicio o la fábrica arrastraban sobre el pavimento los zapatos del domingo; en las carrozas de barrio, con sus reinitas calladas, sentadas, humildes; en las murgas que a veces parodiaban ferozmente el esplendor de los ricos; en las mascaritas sueltas que solemnizaban el disparate y en los vergonzantes “travestis”. Una triste figura de luto, disfrazada con la ropa de todos los días, de mezclado invierno y verano, sol y lluvia, insospechada imagen de tiempo, se paseaba metódicamente frente a la alegría, se santiguaba ante cada tribuna, y la absolvía con inaudible conjuro. –¿Usted de quién es, señora? La vieja se quita el cigarro de la boca y su cara se pliega en muchas arrugas. –Yo soy independiente, m’hijo.
LAS FALDAS REALES
Bailar a siete metros de altura: sonreír. Bailar sobre una plataforma de sesenta centímetros de lado: saludar. El tocado pesa ocho kilos: sonreír. Las luces duelen enfocadas en la cara, los bichos enloquecidos en la noche tropical se cuelan por todas partes. Hay mariposas y cascarudos invisibles desde abajo: mover suavemente las piernas bajo la catarata de lame, la reina impávida ondula sobre el mundo ondulante. Hay hileras de chicos morenos sentados en el cordón de la vereda, con sus enormes miradas, su admiración, sus palmoteos. Algunos están descalzos: pobrecitos. Las piedras brillan en sus ojos, las piedras verdes y rojas y cristalinas. Hace quince años que baila, desde los cinco: español y clásico. También habla francés y canta. Su autor preferido es Morris West. La sonrisa le sale natural, no necesita repetir “treintaitrés”, como algunas. Detrás de la oscura masa de gente está el río, también oscuro. Lejos, del otro lado, unas luces pálidas: Barranqueras, dicen que está inundada. Aquí mismo el agua lame el borde de la escalinata, en la Punta San Sebastián. Pero no va a subir, el murallón es alto. Copacabana, miles de banderas: cantar. Ara Berá, gestos burlones y aplausos aislados: una sonrisa especial para ellos, un fulgor adicional de majestad inconmovible. Y que rabien. El palco: su madre que grita, gesticula. Su padre, tranquilo como siempre, casi invisible. Su padre tiene un petrolero. Quiso llevarla al Japón, pero ella quiso estar aquí, y no en Japón; aquí, y no en Buenos Aires; con su comparsa y no en Europa: porque es comparsera de alma.
El palco del Gobernador, el jurado del que toda la comparsa desconfía. ¿Se atreverán? Entretanto, sonreír, bailar frente a las cámaras de TV, los fotógrafos, los periodistas, el mar de luces blancas. Ahora dan la vuelta, puede aflojarse un poco, espantar un bicho, sonreír con menos apremio. Del otro lado viene Graciela, las carrozas se cruzan. El tocado es lindo, una gran nube de plumas blancas que parecen incandescentes. Sólo que ahí gastaron todo. Graciela baila y sonríe, como ella. Ella o yo. Pero Kalí se siente segura, recamada de piedras, mecida en sus cincuenta metros de tul. Los dioses son caprichosos. A esa hora los seis jurados del corso unidos por telepática convicción anotaban en sus tarjetas un nombre casi desconocido que no era el de Kalí y no era el de Graciela.
FINAL DEL JUEGO
Ser jurado del corso es en Corrientes la manera más sencilla de perder una reputación. –Aquí nadie puede ser neutral –dijo a Panorama el doctor Raúl (Pino) Balbastro, traumatólogo, presidente de Copacabana. Sobre esta hipótesis, Copacabana había exigido un jurado “foráneo”: Ara Berá se opuso. Copacabana amenazó retirarse. A último momento, con intervención del Intendente y del Gobernador, se llegó a una transacción: el municipio designaba a tres jurados locales; el Gobernador invitaba a tres “foráneos”.
Entre los primeros estuvo el general Laprida, comandante de la I División. En la noche del 26 de febrero más de 6.000 personas se congregaron en el Club San Martín para escuchar el veredicto. Las comparsas en pleno cubrían las tribunas y en el estrado de honor aguardaban Graciela y Kalí, mientras en una reducida oficina del club se apiñaban nerviosamente doce personas entre autoridades, jurados y delegados. Una veintena de reinas de barrio y de comparsas menores tenían derecho a competir por el reinado de carnaval. Todas fueron debidamente coronadas, agasajadas, fotografiadas. Pero nadie, en la calle, les daba la menor chance. Se abrió la urna y se extrajo el primer voto, Favorecía a Ana Rosa Farizano, reina del barrio Cambá-Cuá. Un voto “foráneo”, alcancé a pensar, mientras se abría el segundo, también favorable a Ana Rosa. Y el tercero y el cuarto, hasta llegar a seis a cero. El doctor Balbastro palideció apenas. En cinco minutos estuvo consumado el desastre de Copacabana. Premio de carrozas: Ara Berá. Premio de comparsa: Ara Berá. Al leerse el fallo, Kalí I consiguió mantener una impávida sonrisa mientras su mano izquierda desgarraba suavemente el tul de su vestido. El desastre era más completo de lo que parecía a primera vista. Cuando encontramos a Ana Rosa (hasta ese momento no teníamos de ella una sola foto, una declaración), nos dijo:–Siempre he sido partidaria de Ara Berá. En una votación de rara unanimidad el jurado había conseguido lo que parecía imposible: dar a Ara Berá los tres premios, dos en propiedad y uno a través de una reina alisada. En esos tensos momentos del último sábado de carnaval los altavoces del club llamaban con urgencia al prefecto Blanco, que era uno de los miembros del jurado. Pero no se trataba de corregir los fallos ni de modificar su cuidadosa redacción. Como prefecto general de la zona, era el encargado de dirigir las operaciones de salvamento, rescate y defensa contra la inundación. Formosa estaba tapada. En el centro de Resistencia, río por medio, se andaba en canoa. Había 75.000 evacuados. “La economía litoraleña”, dijo un sobrio despacho de prensa, “ha quedado destruida.” En el centro de ese mundo en derrumbe, Corrientes era una isla de fiesta.
LLUVIA Y SORDINA
Los voceros más moderados de Copacabana aceptaban los fallos de comparsa y carroza. El de reina los enfurecía. En casa de los Meana Colodrero, la desolación era indescriptible, los llantos femeninos menudeaban, y la señora Gallino de Martínez amenazaba dejar sin petróleo a Corrientes… En pocos minutos, sin embargo, la comparsa se reorganizó y tuvo su momento más feliz. Reunida en pleno en la calle, prorrumpió en un baile espontáneo y ardoroso, entre el estruendo de las bombas que habían reservado para el triunfo. El doctor Balbastro cruzó su coche en la calle cortando el tránsito. Los automóviles de Ara Berá o de la Comisión Central del Carnaval que intentaron pasar fueron detenidos, zamarreados, abucheados. Cuando quiso intervenir la policía, el subsecretario Piazza la sacó con cajas destempladas. A esas altas horas de la noche correntina, las linotipos terminaban de componer fatídicos titulares: “Se extiende la inundación”, “Remolcador hundido en Barranqueras”, “Fiebre amarilla en Corrientes”. Copacabana sólo pensaba en vengar el agravio. El domingo no saldrían al desfile triunfal de las comparsas. O mejor, saldrían llevando de reina en carroza a una mona, propiedad de los Meana Col odrero. El gobierno municipal se anticipó. Con exquisito sentido de la oportunidad, decretó la suspensión del desfile… por solidaridad con los inundados.
NÚMEROS, ARGUMENTO Y DEFENSA
Contra un fondo de pobladas tribunas se deslizaba una triste murga de inundados, campesinos en ruinas, electores desengañados. El versito decía: Sobre la gran fiesta de máscara y farsa paseó su tristeza la agraria comparsa. De este modo satirizaba Chaqué, el filoso humorista de El Litoral, el contraste entre el lujoso carnaval ciudadano y la miseria del campo. El gobierno provincial y el municipio aportan a los corsos una suma próxima a los diez millones de pesos. Las dos comparsas principales gastan en trajes catorce millones; en trajes de reina, dos millones; en carrozas, dos millones y medio; en cohetería, medio millón. Total, 29 millones. Como dato comparativo puede citarse el presupuesto que anualmente dedica la provincia de Corrientes a la enseñanza media y artística: 28 millones 200 mil pesos. En cada oportunidad que se le presentó, Panorama propuso el argumento al compresor. Alicia Gane (Copacabana) opinó que la pasión y el entusiasmo que Corrientes vuelca en su carnaval podrían canalizarse mejor, pero que entretanto, es importante comprobar que existen.
El pintor Rolando Díaz Cabral sostuvo que el carnaval da a los numerosos artistas que trabajan en él la posibilidad de una comunicación masiva. –Aquí usted hace una exposición y la ven cien personas. Una carroza la ven cien mil. Y una carroza también puede ser arte. El coreógrafo San Martín coincide y va más lejos: –Con suprimir el carnaval –dice–, no se eliminaría uno solo de los males que sufre el pueblo correntino. Al contrario, se le quitaría la única diversión gratuita. Pero ¿hay diversión? El interventor municipal, capitán Belascoain, pone en pasado esta definición: “Un producto de escenario donde el lujo y la rivalidad se enseñoreaban”. Por ahora, eso es presente, a pesar de sus loables propósitos de “devolver el carnaval al pueblo, para que lo viva conforme a su propia manera de divertirse”.
*Escritor, periodista y militante popular (1927- 1977). Texto publicado en 1966, en la Revista Panorama. Forma parte de su obra periodística compilada en el libro El violento oficio de Escribir. Imagen ilustrativa https://www.republicadecorrientes.com/ Imagen Visión País.
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