Al maestro, con cariño

Enorme despedida a Francisco “Pancho” Colombo, un tipo con oficio, generoso como pocos. Poeta, escritor y periodista. Supo dirigir la segunda etapa de Umbrales con la idea de que los periodistas “pudieran encontrar el calor para escribir lo que querían y que los patrones de las empresas periodísticas limitan amargamente”. Fue ahí donde se conocieron alumno y maestro.

 Por Guillermo Posada*

Ayer murió Francisco Colombo. Pancho fue mi primer maestro del oficio, el mejor del mundo según dicen. Hace algunos años que no lo veía. Desde que se fue a vivir a la zona de Jesús María y dejó su departamento de la calle Río Negro casi Duarte Quirós, como charlamos ayer con Vero, su hija amorosa.

Ese hogar era un espectáculo formidable de plantas y libros que igual colgaban desde el techo (ambos) o salían de no sé dónde. Sentarte en su mesa era buscar un lugarcito entre tantos papeles escritos a máquina o a mano, algunos cocidos a fuerza de hilo y aguja. La última vez que lo visité me regaló unos textos hilvanados y un frasco de dientes de ajo confitados que estaban riquísimos.
Se fue el maestro y me niego a pensar que se abre una nueva etapa en mi vida. También me niego en parte a resignarme que Pancho haya partido. Lo conocí en la piezucha del Cispren donde funcionaba Umbrales, apenas entrás en la casona a mano izquierda.

Cuando se relanzó la segunda etapa de la Revista justo se dio que un grupito de pendejos que estudiábamos en la escuelita de ciencias de la información molestábamos en el subsuelo del sindicato, revolviendo la hemeroteca y tomando alguna cerveza con el Gordo Martín, que comandaba la cantina, mientras escuchábamos alucinados las historias de una serie de veteranos periodistas que se juntaban charlar los mediodías, en un espacio que maridaba el oficio con la militancia, la historia y el presente absurdo de los ’90 donde los de veintipico estábamos recontra desorientados.

Y ahí Pancho nos contó que el gremio había resuelto volver a sacarla, y que había que armar un equipo. Y ahí caí junto a Paola Consolini y Fabricio Esperanza, formando grupo con Alexis Oliva y Betina Marengo, dos que nos llevaban un par de años y algo de experiencia en esto de hacer notas y caminar la calle.

Mi recuerdo del Pancho maestro es el de un tipo sumamente cariñoso y atento, muy respetuoso, siempre hablando un perfecto castellano, que recitaba poemas con grave entonación, y remataba con algún chiste que completaba con ojos picaros, casi infantiles.

El tipo era un libro abierto con kilos de oficio en la espalda y una generosidad que tuve poca suerte de volverme a cruzar en los varios grupos de colegas y compañeros que cultivé desde hace ya 25 años que me integré a la actividad. Y además Pancho era una persona derecha, recta, transpiraba honestidad, siempre tenía una palabra considerada con el humilde, el pobre de solemnidad, el compañero o la compañera que atravesaba un mal momento. Entendía la lógica de los medios y pretendía construir desde Umbrales ese hogar donde los periodistas cordobeses pudieran encontrar el calor para escribir lo que querían y que los patrones de las empresas periodísticas limitan amargamente.

Y así aprendimos de a poco. Escribimos notas larguísimas que Pancho corregía con la misma deferencia que si tuviéramos años de experiencia encima. Y al pasar nos transmitió el amor por el texto, por la poesía y el cine, por el arte. Pero también por las cosas sencillas de la vida, las que se aprende de chico y se palpan por los olores y sabores. Nos habla de su pueblo, Wenceslao Escalante, y de la biblioteca con textos anarquistas. Y después remataba sobre la importancia del sindicato.

Fue una época maravillosa que vivíamos sin un mango, pero con las emociones a flor de piel. Y Pancho nos ayudaba a crecer con historias y con el ejemplo. Formaba una dupla bárbara con Sarlanga, el maestro diseñador de Umbrales y de casi todo lo que se publicó en Córdoba entre fines de los ’70 y los ’90. Sarli te contaba cuando conoció a Gina Lollobrigida, Pancho te recordaba que nunca había que olvidarse del terruño. Se complementaban como los bueyes viejos que han tirado durante demasiados años del mismo carro.

Ahora que sé que no está lo quiero más. Estoy seguro que en la guerra civil española hubiese estado en una trinchera republicana recitándoles a las milicias de la CNT algunos poemas de Miguel Hernández, peleando por las convicciones y defendiendo la vida al mismo tiempo.

Sé que en su velorio leyeron poesías y lo despidieron con mucho cariño. ¿Qué otro éxito podemos pedir de la vida? Chau Pancho, te voy a tener presente siempre como se recuerda a la gente buena, con una sonrisa. Ya lo dijo el gladiador en la película, lo que hacemos en esta vida retumba en la eternidad.

*Periodista.  Escribe en varios medios locales y nacionales como Revista El Sur, Striptease del Poder y El Cohete a la Luna. Esta nota fue  publicada en la cuenta de Facebook del autor el 2 de enero de 2023. Foto Gentileza Ricardo Zorrilla. Publicación bajo licencia Creative Commons.

www.prensared.org.ar